TORPEDERA DE ALTA MAR "ROSALES" 1890 Armada Argentina:
En 1890 se contrato la construccion de dos unidades gemelas, el "Espora" y el "Rosales"
Ambos fueron clasificados en distintas oportunidades como Torpedero de mar, cazatorpedero o torpedera de division.
Son botados en Abril de 1890 y llegan en convoy a Argentina en Marzo de 1891. Nombre: "ROSALES" Tipo: Torpedera de alta mar Año de referencia: 1889
Otros nombres: Aparece también catalogada como "Torpedera de División" o "Caza torpedero".Lugar de construcción: Los astilleros "Cammell", de Laird Bross, en Birkenhead, Inglaterra.
Forma de adquisición: Contrato de adquisición y construcción entre el Gobierno argentino y Laird Bross, por dos unidades gemelas, que fueron la "Rosales" y el "Espora".
Datos del buque: Eslora: 64 m. Manga: 7,62 m. Puntal 4,96 m. Calado medio: 2,79 m. Tonelaje: 520 Tn.
Armamento: 2 cañones Nordenfeldt de 75 mm. 1 cañón Nordenfeldt de 61 mm. 2 cañones Nordenfeldt de 47 mm. (todos de tiro rápido). 2 ametralladoras Nordenfeldt. 5 tubos lanzatorpedos: 1 subácuo de 0,450 m. de diámetro y 5 m. de largo, y cuatro para torpedos de 0,450 m. de diámetro y 3,80 m. de largo, sobre el agua. El subácuo a proa, y los otros laterales, dos por banda.
Máquinas: 2 máquinas triple expansión, marca "Brotherhood". 3.535 HP. 4 calderas tipo locomotora, marca Whitehead, de acero. 2 hélices de 3 palas cada una, de bronce. Velocidad: 19,5 nudos (máxima), 10 nudos (económica). Combustible: carbón.
Capacidad: 130 Tn. Radio de acción: 3.322 millas. Tripulación: 74 hombres. Casco de acero Siemens; cubierta corrida con castillete. HISTORIAL Firmado el 08 Jul 1889 el contrato con los astilleros Laird Bros., para la construcción de dos cazatorpederos por un monto total de libras 90.000, conforme a autorización dada por Acuerdo de Ministros del 02 Mar del mismo año, ellos fueron el Espora y el Rosales. Botado el Rosales el 07 May 1890, fue su madrina la hija del Ministro Argentino en Gran Bretaña, señorita Domínguez.
Efectuadas las pruebas y tras haber dado en la milla medida la velocidad de 19,575 nudos, zarpó el 19 Feb 1891 de Liverpool, navegando en conserva con el Espora, con arribo a Buenos Aires el 04 Abr 1891, previas escalas en Weskport, Milford, Madeira, San Vicente y Bahía. Las recaladas en Weskport y Milford se debieron a averías en el Rosales, que demoraron al convoy en ese puerto 14 días; luego un fuerte temporal en Santa Catalina separó a los buques durante 60 horas, debiendo entrar a Montevideo a reparar averías en la arboladura. Durante 1891 se ejercitó en aguas de) Río de la Plata con la Escuadrilla de Torpederos a la que fuera asignado. Al estallar en Nov 1891 la revolución brasileña en el Estado de Río Grande do Sul, fue enviado a la zona para proteger los intereses y vidas de los ciudadanos argentinos allí residentes. Al salir de la Dársena Sur de Buenos Aires, tuvo una colisión con el mercante inglés Spencer que le produjeron averías en el casco (hundimiento de tres chapas en el costado de babor), labrándose un sumario en que actuó como perito el Cap de Fgta Atilio S. Barilari. No obstante el accidente siguió viaje al Brasil, en comisión que duró tres meses y lo llevó hasta Río de Janeiro. A su regreso el 02 Feb 1892 se integró a la Escuadra en Evoluciones.
Torpedera "Espora" , gemela de la "Rosales" Dispuesto el envío de una División Naval a España para los festejos del IV Centenario del Descubrimiento de América, se dispuso constituir la misma con el acorazado Alte. Brown, el crucero 25 de Mayo y el torpedero Rosales, que tras un rápido alistamiento zarparon el 06 jul 1892 bajo el comando superior del Contraalmirante Daniel de Solier. El 08 Jul la navegación se vio alterada por un fuerte temporal que separó a los integrantes del convoy. Al día siguiente el Rosales se encontró en situación crítica, pues por filtraciones en el casco debieron apagarse los fuegos en calderas y el buque dejó de responder al timón. Previo consejo de oficiales se dispuso abandonar la nave, utilizándose para ello las embarcaciones menores y balsas construidas al efecto. Tras ello, en la noche del 09 al 10 Jul 1892 se hundió el Rosales a 200 millas al SE de Cabo Polonio. El naufragio dejó un saldo de 50 vidas perdidas, pues sólo una embarcación llegó a la costa uruguaya. El alférez Giralt y el maquinista Silvany figuraron entre los desaparecidos, siendo el resto suboficiales y marineros. Las intensas tareas de búsqueda y salvamento realizadas por el Espora y embarcaciones uruguayas mercantes enviadas a la zona del siniestro no dieron resultado alguno. En 1893 se recuperó la artillería del buque náufrago, siendo traída a Buenos Aires en el transporte Ushuaia y entregada al Museo Histórico. El manejo político del accidente y del sumario posterior, dio lugar a una leyenda negra que la justicia militar y la opinión pública sana desbarataron, no obstante lo cual, en algunos momentos críticos de nuestra historia, se revive la misma en provecho de las ideologías de turno. La verdad histórica tiene suficiente documentación en que apoyarse y los autores hacen suya aquí una frase del historiador Ismael Busich Escobar: "Los arrieros no pierden buques..." Debido a su perdida, se organiza mas tarde en Buenos Aires una colecta publica para su reemplazo, en honor a las victimas. Con esta se compra mas tarde el crucero liviano "Patria". Fuentes documentales: Diarios "La Nación" y "La Prensa" de la época. OO. GC, OO. DD. y Memoria de Guerra y Marina: años 1890/93. Información complementaria: Es el primer buque de la Armada que lleva este nombre, en recuerdo del héroe naval argentino D. Leonardo Rosales. Bibliografía especial: "La novela del mar". Almirante Beascoechea, Mariano.ESPORA - (Gemela de la Rosales)
Buenos Aires, 1929 (2^ edición Centro Naval, Buenos Aires, 1967): contiene la defensa hecha al Capitán Funes por el autor. "El naufragio de la Rosales". Bucich Escobar, Ismael. Buenos Aires, 1936.
Addenda: El diario "La Prensa", de Buenos Aires, del 21 de julio de 1892, contiene la denuncia de una piedra o roca, que no figuraba en las cartas de navegación, que causara el rumbo y la pérdida posterior del buque. (Copia en el D. E. H. N.: Caja 572).
Para la colisión de la "Rosales" y el vapor mercante británico "Spencer", en marzo de 1892, ver D. E. H.N.: Caja 570.
| | Acerca de "No hay rosas en la tumba del marino (El juicio de la Rosales)" ( |
| No hay rosas en la tumba del marino (El juicio de la Rosales) de Isaac Aisemberg |
|
Argentina, 1892. Todavía no están cicatrizadas las heridas de la Revolución radical del 90, porque nuevas convulsiones políticas y sociales conmueven a la nación.
Leandro N. Alem, líder radical, la recorre como un predicador de una mística transformadora o sufre el encierro de la cárcel como Hipólito Yrigoyen.
La consigna que devora al país, en medio de una escalofriante crisis económica, es la repetida (hasta la fecha) dicotomía argentina: en ese entonces, la Causa (radical) contra el RÉGIMEN (conservador). Pero no son los únicos que sacuden el sistema inaugurado por la Constitución de 1853: hay francotiradores y oportunistas que, desde otros ángulos, aprovechan la ocasión para minar las instituciones nacionales. En ese marco se produce la catástrofe de la Rosales que forma parte de una flotilla que navega rumbo a España para festejar, con otras naciones hermanas, el 400ª aniversario del descubrimiento de América.
Una terrible tempestad atrapa y aleja a la pequeña cazatorpedera; los otros buques pierden contacto. De ahí en más, sólo cuanta el testimonio de los 20 sobrevivientes de 80 tripulantes.
De ahí en más las versiones repetidas en sucesivas instancias de un juicio que dura un año y medio. A los sobrevivientes se les pregunta y repregunta, insistente y tesoneramente, sobre lo acontecido, en el sumario, en las ampliaciones, en el plenario y en vísperas de la sentencia. Era necesario cotejar y examinar exhaustivamente cada palabra, cada giro, cada intención para descubrir la verdad y únicamente la verdad. Toda la crónica del naufragio de la Rosales se basa y depende de esas 20 declaraciones reiteradas hasta el cansancio, pero los factores de poder y de los francotiradores y oportunistas.
En el marco de un contexto histórico - político - económico - social, Isaac Aisemberg estudió toda la información, analizó los hechos y les brindó vigencia literaria. Más que una novela histórica estamos ante una novela - documento. Las andanzas de un oportunista, un periodista sin escrúpulos y francotirador, resultan el eje central de la trama. En el rigor histórico, ágilmente narrado, vibrantemente moderno, con un estilo duro y contundente, Aisemberg conjetura si hubo un complot de silencio en 1892 entre los 20 sobrevivientes de la Rosales o si la idea del complot es un invento fabricado años después.
La lectura de No hay rosas en la tumba del marino suministrará al lector claves definitivas.
Aquí alguien menciona al texto que se publica mas abajo, pero lo hace haciendo su "History Telling" para una interpretación de la realidad actual
Osvaldo Bayer nos cuenta una historia, en “El naufragio de la Rosales: una tragedia argentina” lo siguiente; en 1892 el buque de la marina de guerra argentina, la caza torpedera “Rosales”, que componía la escuadra que debía asistir en España a los festejos de los 400 años del descubrimiento de América, naufraga en medio de un temporal a 200 millas de la costa uruguaya. Solo sobrevivieron 19 oficiales y suboficiales que ocupaban el bote salvavidas del Comandante, el Capitán de Fragata Leopoldo Funes. Dos meses más tarde del naufragio, el diario “La Nación” publicaba las declaraciones de uno de los sobrevivientes, causando estupor y espanto. Esta noticia pone al descubierto un verdadero asesinato en masa desatado en el barco al momento del naufragio. O sea, el Capitán Funes decidió salvarse él y sus oficiales, dejando a sus hombres, entre 70 y 100 marineros, sumergirse junto con el buque. Un verdadero acto de infamia. Y Funes fue repudiado. Que aquella banca de la Cámara no sea como el bote salvavidas de la "Rosales". NOTA: Sobre el tema hay una película, La Rosales, con Héctor Alterio, Alicia Bruzzo, Ricardo Darín, Oscar Martínez, Ulises Dumont, Soledad Silveyra, Boy Olmi. Naufragio del cazatorpedero “Rosales”
· “Las presiones políticas lograron acallar los hechos debido a que el comandante Funes era sobrino de la esposa del presidente Julio Argentino Roca.”
El 7 de julio de 1892 zarparon del río de la Plata los cruceros argentinos “Almirante Brown” y “25 de mayo” y el cazatorpedero “Rosales”, invitados por el gobierno español al puerto de Palos para la conmemoración de los cuatrocientos años de su llegada a América.
El cazatorpedero era una pequeña nave de apenas 550 toneladas de desplazamiento, diseñado para navegación fluvial o costera. Poco antes del viaje había sufrido una colisión con una nave mercante y la reparación no había sido aún concluida cuando zarpó al viejo mundo.
Navegaba al mando del capitán de fragata Leopoldo Funes y la tripulación la formaban ochenta hombres, en su mayoría inmigrantes italianos y campesinos reclutados que carecían de experiencia, hasta el punto que algunos, por primera vez, veían el mar.
Al día siguiente de abandonar Buenos Aires se desató un viento huracanado y una fuerte tormenta que levantó olas que alcanzaban a los nueve metros de altura y barrían la cubierta del pequeño buque y las fuertes sacudidas le abrieron una brecha en el casco, desprendiendo varias planchas a causa del trabajo aún inconcluso.
Los dos cruceros que le acompañaban se habían perdido en el horizonte y se encontrarían luchando con el temporal, mientras el “Rosales” había quedado solitario, librado a su propia suerte y sin posibilidad de pedir auxilio.
El comodoro de la formación, al no recibir respuesta de las señales luminosas transmitidas, dio por sentado que el cazatorpedero había buscado refugio en la costa y continuó viaje.
Insuficiente cantidad de botes
El naufragio era inminente, las bombas de achique era incapaces de expulsar el agua que lo inundaba, por lo que el comandante tomó la decisión de abandonar el buque.
Los botes salvavidas con que contaba el “Rosales” eran insuficientes para salvar a toda la tripulación; más aún, no tenían capacidad para rescatar ni a la mitad.
El comandante ordenó embarcar a los contramaestres y a los suboficiales en los botes disponibles y en su lancha acomodó a los oficiales, a los ingenieros, a dos marineros y él mismo, veinticuatro náufragos en total.
El resto quedó librado a su suerte. De los contramaestres y suboficiales no se supo más, pues solamente llegó a la costa uruguaya la lancha del comandante.
Al acercarse esta a un lugar donde avistaron un faro, chocó violentamente contra las rocas y se volcó, logrando sobrevivir solamente diecinueve. Entre los muertos estaba el alférez Miguel Giralt.
La situación vivida comenzó a crear muchas dudas en la opinión pública, pues no parecía lógico que se hubiesen salvado todos los oficiales y la tripulación quedara abandonada a su suerte, pero inicialmente las presiones políticas lograron acallar los hechos debido a que el comandante Funes era sobrino de la esposa del Presidente de la República Julio Argentino Roca, el segundo comandante era hijo de un diputado y sobrino del ministro de Guerra y Marina y otro de los oficiales sobrevivientes era hijo del jefe de la policía.
Confesión de Batagglia
Los rumores y una protesta de la embajada de Italia obligaron a la detención de los sobrevivientes y el fogonero, Francesco Batagglia, destapó la olla.
De acuerdo a su versión, antes de abandonar la nave, un contramaestre había sido designado para encerrar al resto de la tripulación en una bodega, la cual clamaba desesperadamente sobre la cubierta para que no los dejaran abandonados, mientras eran rechazados por los oficiales, revólver en mano. Una vez cumplida la macabra misión, el contramaestre fue asesinado de un balazo por un oficial.
En la lancha en que se había salvado Batagglia estaba también el alférez Giralt, quien tuvo una violenta discusión con el comandante por su actitud, amenazándolo con declarar la verdad, por lo que al tocar tierra habría recibido un balazo del jefe, acallándolo así.
Fue nombrado fiscal para investigar los hechos el contralmirante Antonio Pérez, quien sufrió toda clase de presiones de parte de los poderosos apoderados de los inculpados y cuando se aprestaba a dictar sentencia contra el comandante del “Rosales” al día siguiente, sobreseyendo al resto de los oficiales, repentinamente renunció “por razones de salud”.
Fue reemplazado por el capitán de navío Jorge Lowry, que gozaba de fama de incorruptible y recto, quien pidió la pena de muerte para el comandante del buque por pérdida de su buque y culpabilidad criminal por abandono voluntario y criminal de su tripulación, diez años de prisión para el segundo comandante, diez años para otro oficial, seis para el resto de los náufragos y una menor para Batagglia por haber contribuido al esclarecimiento de los hechos, terminando su dictamen con la sospecha que Funes había asesinado al alférez Giralt al llegar a tierra.
A pesar de las evidencias, el tribunal militar optó por desechar la pena de muerte para el comandante y la prisión y degradación para el resto de los oficiales, quedando como único castigo recibido por el primero el de inhabilitación por un año “por impericia en la navegación”.
Autor: Germán Bravo V. Historiador
Publicado en: http://www.elsur.cl/edicion_hoy/secciones
La película
En 1984 se filma la película "La Rosales", del director Daniel Lipszic y con la actuación de Héctor Alterio, Ricardo Darín, Ulises Dumont, Alicia Bruzzo y Oscar Martínez. Duración: 77 minutos. Argentina.
En este artículo publicamos el afiche de esta filmación.
EL NAUFRAGIO DE LA “ROSALES”: UNA TRAGEDIA ARGENTINA
Osvaldo Bayer - Los Anarquistas Expropiadores
9 de julio de 1892. Ese día naufraga en medio de una terrible tempestad, frente al cabo Polonio en las costas uruguayas, el flamante buque de guerra argentino “Rosales”. Perecen ahogados los marineros y suboficiales. Se salva el capitán con toda su plana mayor. Desde ese mismo momento comienza el misterio. Un misterio que tal vez ya nunca podrá descubrirse. ¿Qué paso en la noche el de julio de 1892 frente al cabo Polonio? Sólo los 25 sobrevivientes sabrán supieron la verdad. Pero sus declaraciones fueron contradictorias. Algunos pintaron al capitán de fragata Leopoldo Funes -el comandante de la “Rosales”- como un héroe.
Otros le achacaron actos verdaderamente criminales. La ciudad, el país, conmocionados por la tragedia y las sospechas que el hecho despertaba, se dividieron en dos bandos. ¿Fue Funes un héroe o el más infame de los cobardes? En la noche del 9 de julio de 1892 el destino juega Funes a cara o cruz. ¿Fue un hombre de acero y alma de ángel que se juega el todo por el todo -
hasta su honra militar- por los suyos, o meramente un asesino vulgar que para salvar su desnuda vida utiliza el revólver y la prepotencia que respalda con sus galones?
El Capitán Funes calló, ni para defenderse ni para justificarse, ni siquiera para quedar bien con los que lo defendían. Cumplió con el sumario y dio, eso sí, una declaración, que a la luz de los detalles que se fueron conociendo apareció como un tanto infantil para ser creída: la mari nería
murió ahogada gritando ¡Viva la Patria! ¡Viva el Capitán Funes! Sus detractores, en cambio, sostuvieron lo contrario: viendo perdido el buque, no contando con los botes suficientes, Funes hizo distribuir toda la caña existente para emborrachar a la marinería, a la que después, a punta de revólver, ayudado por la oficialidad, encerró en los sollados. La marinería -en su mayor parte paisanaje reclutado en Córdoba- pereció íntegramente. Se ahogaron como ratas mientras el comandante y los oficiales se salvaban en los mejores botes. Ni la mejor novela de suspenso puede igualarse con las alternativas del juicio a que fueron sometidos los náufragos. Por un lado, pena de
muerte, por el otro, la absolución, y más todavía, la gloria. Después del veredicto final subsistió la duda en todos. Se dijo en aquel entonces que la historia alguna vez diría la verdad. Aquello tan repetido de que “cuando se aplaquen las pasiones”.
Porque el proceso a los sobrevivientes de la “Rosales” tuvo un profundo significado político y
se tomó como una crítica a las clase dirigente de aquellos años. Pero no fue así. La historia no esclareció nada. La historia no se definió, no se jugó por el capitán Funes a cara o cruz, como éste tuvo que hacerlo en la noche del 9 de julio de 1892.
La historia prefirió olvidar al capitán Funes, olvidarse de la “Rosales” y de todos los oficiales sobrevivientes que llevaron como una marca de Caín el haber salvado sus vidas. Decíamos que tal vez ya nunca pueda saberse la verdad. Todos los protagonistas han muerto. Por otra parte, se cometió el error de esconderse, de olvidar a sabiendas el hecho como si nunca hubiera ocurrido. Algunas mentes estrechas o un exagerado sentido de cuerpo hizo que toda alusión a la “Rosales” se tomara como un ataque a la Marina de Guerra. Lo mismo que en la década del treinta, todo propósito de enterarse la verdad del caso del capitán Mac Hannaford se interpreta como una malicia antimilitarista. El capitán Funes no merece ser olvidado por la historia. Su caso debe discutirse.
Es el de un hombre puesto frente al destino. Los griegos hubieran hecho a una de sus célebres tragedias. Lo hubieran inmortalizado precisamente porque él se da la reacción de un ser humano cuando la vida le da a elegir, inex orablemente, entre el bien o el mal, que en este caso, para un marino de guerra, era entre el heroísmo y la cobardía.
El pampero no paró un solo día en ese junio de 1892. Mes de tormentas tremendas, duras, frías. Ese mes se han hundido en las cotas atlánticas el crucero brasileño “Solimoes” (sólo se salvaron cinco tripulantes) y el buque uruguayo “Dolores”. Comienza julio y siguen las tormentas. El 6 de julio llega una noticia que emociona a los habitantes de Buenos Aires: en el cabo polonio encalle el buque “Pelotas”. El Capitán Castro e Silva luego de asegurarse que se ha salvado todo el pasaje y la tripulación, ante la evidencia que se buque esta perdido, se encierran en su camarote y se pega un tiro en la sien. “Hasta los brasileños cumplen con la ley del mar”, dijo un semanario humorístico con respetuosa sorna.
Es que el destino ya en este hecho prepara la trampa al capitán Funes. La ley del mar: el capitán muere con su buque luego de haberse asegurado que está a salvo hasta el último tripulante.
El mismo día en que llega la noticia del naufragio del “Pelotas” parten tres buques de guerra argentinos hacia la Madre patria. Tendrán el alto honor de representar a la Argentina, Brasil y Chile (estos dos países no pueden enviar ninguna clase de navío) en los festejos del 400 aniversario del descubrimiento de América. Tiene que llegar a Palos el 3 de agosto, justo el día en que el gran almirante partió para descubrir el nuevo continente. Se hará una revista naval como jamás se recuerda en la historia. El presidente Carlos Pellegrini ha contestado de inmediato la
invitación ordenando que partan los cruceros “Almirante Brown” y “25 de Mayo” y la cazatorpedos “Rosales”. En el “Almirante Brown” enarbola su insignia el almirante Daniel de Solier (empecemos a anotar los nombres porque serán los protagonistas del drama), altivo marino a quien los diarios de la época lo saludan con respeto señalando que tiene “gran sentido de casta”. En la “Rosales” ocupa el puente de mando el capitán de fragata Leopoldo Funes.
Un oficial “correcto”, hombre sencillo, taciturno, buen profesional, buscado siempre por sus superiores para las misiones difíciles o por lo menos de gran responsabilidad. Cuenta con 33 años de edad pero ya lleva mucho mar recorrido. Pertenece a la segunda promoción de la Escuela Naval y de allí marchó a perfección a la marina española. Conoce los mares protagónicos y tiene en su haber dos peligrosos viajes a Europa. Uno, como segundo comandante de “La Argentina” y otro en 1891, en el viaje inaugural de la “Rosales”, ya como comandante de la pequeña nave, en la que estuvo a punto de zozobrar frente a las costas de Río Grande. El capitán Funes es de esos oficiales, que van recibiendo sucesivos ascensos en silencio, sin destacarse por actos extraordinarios pero que dan
seguridad y son respetados por los subalternos.
El cronista naval de “La Prensa” que firma bajo el seudónimo de “Nelson” escribe alborozado: “Noticias de la escuadra en viaje; envió estas líneas por el vapor “Castro Sundblad”. El entusiasmo general por la honrosa comisión lo domina todo.
Acaba de darse la orden de marcha. Son las 9.22, los buques están colocados en este orden: `Almirante Brown`, `Rosales` y `25 de mayo`. Media como una cuadra de distancia entre uno y otro. En este orden se romperá la marcha. Son las 9.50. Todo está lista y… partimos en medio del mayor entusiasmo”.
La “Rosales” parte hacia la muerte.
Esta “Rosales” es en realidad una cáscara de nuez, aunque nueva. Tiene 20 pies de eslora, 8 pies de calado y lleva sólo dos hélices colocadas a dos pies de la línea de flotación. Es decir, en un barquito de acero para recorrer los ríos Paraná y Uruguay y el Río de la Plata. Funes quiere al barco como a un hijo porque lo vio construir en los talleres ingleses de Birkenhead y lo trajo hace apenas un año.
Pero Funes empieza mal el viaje. Esconde algo a sus superiores. Una semana antes de la partida, la “Rosales” viaja a Rosario pero al partir, en la Boca del Riachuelo, la choca el “Spencer”, un pesado buque con espolón, y lo hace encallar en un banco de arena. Funes logra hacer zafar su buque luego de varias horas y sigue viaje. Pero no informa.
¿Por qué? Algunos dirán después que es por no perderse el viaje. Pero otros responderán que no es por eso porque recién se le imparte la orden a Funes de viajar a Europa cuando llega a Rosario.
Lo cierto es que el correcto oficial Funes parte en pecado venial a buscar su destino.
Ya navegan rumbo a Europa las tres naves. A cielo despejado pero con mucho pampero en el Río de la Plata. Se sigue la línea que marca De Solier en su “Almirante Brown”. Todo el día 7 es así. Cuando salen del Río de la Plata aguantan un violento viento de proa. La “Rosales” se va quedando atrás. La noche del 7 al 8 se presenta amenazadora.
A la madrugada del 8 empieza el drama. Todo es oscuridad desde ese momento. Hasta hoy. En las declaraciones, en los partes, en los relatos, todo es contradictorio. Se cambian los rumbos de los vientos, la altura de las olas.
Funes dirá una cosa, De Solier otra, el fiscal dice saber su propia verdad, lo mismo que los abogados defensores.
Empecemos por la versión oficial, que es la que hace quedar bien a De Solier, a Funes y a todos los jefes. Es la versión que se puede leer en un pequeño opúsculo de Ismael Bucich Escobar (lo único que se ha escrito sobre la “Rosales”) en el cual la tragedia es sólo una novela rosa.
En las primeras horas de la madrugada se desata el temido huracán. La cazatorpedera aguanta como puede. Las olas alcanzan hasta 9 metros. El casco vibra. Después de varias horas de lucha durante las cuales nadie duerme, ocurre lo inesperado: las vibraciones del casco hacen que el choque con el “Spencer” muestre sus reales consecuencias: las planchas del casco se abren y empieza a hacer agua. A las 6 de la mañana De Solier, desde el “Almirante Brown” pierde las pisadas de la “Rosales”. No se intercambian más señales con los faros. De Solier cree que Funes se ha puesto “a la capa” del temporal y ha enfilado hacia la costa. En esa creencia, decide “correr el temporal”
y se despreocupa de la frágil “Rosales”. El temporal azota durante todo el día 8 a la frágil nave. A las 8 de la noche el primer maquinista informa que ha sentido un ruido extraño bajo la caldera de proa y que sigue filtrándose agua. Se presume que se ha tocado algún escollo o algún casco hundido. “Los golpes de mar -dirá luego Funes en su escuela declaración de descargo- pasaban de banda a banda y destrozaron todo lo que encontraron sobre la cubierta soliviantando las tapas de la carboneras y guardacalores arrojándolos fuera de su sitio y abriéndose camino para inundar el buque”. Las olas rompieron el tambucho, llenaron los pañoles de ropa penetrando en las
hornillas y apagando los fuegos. Así dejaron de funcionar las máquinas. Tampoco respondía el timón. El velamen, completamente inutilizado. La cazatorpedera se iba sumergiendo por proa.
Comienza el 9 de julio, día de la Patria. Todos están extenuados e íntimamente desesperados pero se mantiene la disciplina en forma ejemplar. La situación se torna insostenible. Pero a pesar de que el navío puede irse a pique en cualquier instante, oficiales y marinería prosiguen el desagote mediante baldes y “picando la bomba”. Se llega a las 6 de la tarde, todo es oscuridad en el horizonte, las olas juegan a no sumergir tan pronto a la “Rosales”, la dejan
agonizar, ninguna quiere darle el golpe final. Funes hace lo que dicen los reglamentos: llama al consejo de oficiales. Allí se resuelve lo único que queda: abandonar la nave.
Pero para ello hay un gran inconveniente: los botes de salvamento no alcanzan para todos. Aquí comienzan las matemáticas del diablo. Nunca, nadie de los declarantes pudo ponerse de acuerdo sobre cuál era el número real de tripulantes de la nave. Oficialmente se dijo que eran 80; el abogado defensor, 75; el fiscal, 80, y el altivo almirante de la flota Daniel de Solier señaló que eran “ciento y pico”. Cosas de la época, a la marinería se la embarcaba por tanda, a veces sin registrar los nombres.
Sigamos con la versión que hace quedar bien a todos. Al darse cuenta Funes que no había lugar para el total de la tripulación ordena construir una balsa: “uniendo largos tangones con las tablas de las batayolas y amarrando los enjaretados del buque con los cabos y cuanto elemento insumergible se halló”. Así quedan listas las dos lanchas de salvamento, el guigue del comandante, el chinchorro de pintar y la balsa recién construida. Se distribuye en las embarcaciones agua y víveres. Funes reúne a la tripulación y les da instrucciones precisas de cómo actuar para llegar a tierra. La tripulación haciendo gala de una total disciplina y tranquilidad grita espontáneamente: ¡Viva la Patria! ¡Viva el Capitán! Seguidamente, el comandante y el segundo, revólver en mano, hacen ocupar a los suboficiales y la marinería una de las balsas, el guigue, el chinchorro y la balsa. En la lancha restante hace embarcar atoda la oficialidad, a los maquinistas, al mozo del capitán y dos o tres tripulantes avezados.
Es decir que en las embarcaciones de los tripulantes no embarca ningún oficial para dirigi rlas. Funes explicará después que todos los oficiales le solicitaron valientemente compartir la suerte de los tripulantes pero que él no accedió por lo siguiente: que el segundo comandante, Jorge Victorica, estaba enfermo con alta fiebre, que el teniente de navío Mohorade había sido sacudido por un golpe de mar abriéndole dos heridas en el rostro y que los otros oficiales de guerra eran demasiado jóvenes para comandar a marineros náufragos. Más prudente -según Funes- era confiar la salvación de la marinería al contramaestre, los condestables y los oficiales de mar (así se les
decía a los suboficiales).
Funes aguarda hasta que el último tripulante embarque y recién después de recorrer el buque por última vez se dirige a la segunda lancha en la que lo esperan la totalidad de los oficiales, maquinistas y tres o cuatro tripulantes.
Cinco o diez minutos después se hunde la “Rosales”. A la balsa construida a bordo, Funes la hace remolcar por la otra lancha, la que conduce a los tripulantes y que está comandada por el contramaestre. Después dirá Funes que un golpe de mar rompió el cabo que unía a esa lancha con la balsa y que ésta quedó a merced de las olas.
Tenemos pues 24 hombres en la lancha del capitán. De las otras embarcaciones jamás se tendrá noticia: ningún cadáver, ni salvavida ni siquiera un palo fue recogido. Nada de nada. Ningún testimonio de la “otra parte” para atestiguar si lo que relató Funes era cierto.
El abandono del buque se ha hecho en plena noche. Cuando amanece el 10 de julio la tempestad ha amainado, se arbola la lancha, se distribuyen los víveres entre los 24 desesperados y se pone rumbo hacia la costa. En medio de las gigantescas olas nace una esperanza: el viento los impulsa rápidamente hacia tierra. Así transcurre todo ese día y la noche. El 11 a la mañana, grandes voces de esperanza: se acerca la gallarda corbeta norteamericana “Bennington”, un punto brillante en el horizonte. Los náufragos lanzan al aire los rudimentarios cohetes-señales que se poseían en aquellos tiempos y se hacen señales con un poncho, al que se utiliza como bandera. Nada. Los marinos
norteamericanos no se aperciben de la pequeña embarcación. Pero si bien la desesperanza es mucha, otras buenas nuevas dicen que Dios no ha abandonado a ese grupo de argentinos que lucha por salvar sus vidas. El color del mar es más verde, se distinguen lobos marinos y a eso de las 3 de la tarde, un pailebote costero. A las 5 de la tarde, el ansiado grito: ¡tierra! Cae la tarde y se comienza a percibir una luz intermitente: es el faro de cabo Pol onio. Hacia él dirigen la lancha. Es de noche ya, a las 19:30 las olas comienzan a impulsarlo contra los escollos y arrecifes de la costa. Es el momento decisivo. La suerte no los acompaña. Una ola gigantesca arroja el bote contra las rocas.
La embarcación vuelca y los que no son devueltos a la costa por otras olas deben nadar los últimos metros. De los 24 sólo 19 salvan la vida: el aprendiz González Casas, de 14 años, muere al pegar con la frente contra el borde de la lancha; el alférez Giralt, el maquinista Silvany y el foguista Heggie desaparecen tal vez tragados por el mar y el
guardiamarina Gayer cae extenuado en las rocas y es hecho pedazos por los lobos hambrientos.
Los náufragos están en tierra firme pero totalmente extenuados. A una legua está el faro de cabo Polonio. ¿Quién llega hasta allí? El alférez Julián Irizar se ofrece a iniciar la marcha. Es el mismo Irizar que décadas después comandará el “Uruguay” y salvará a la expedición científica sueca de Nordenskjold, en la Antártica.
Irizar camina guiado por la luz del faro. Es una noche intensamente fría de pleno invierno, y sin luna. Es de imaginarse como el náufrago llegó hasta el faro. Allí es atendido por el farero Pedro Grupillo, un siciliano, y algunos cazadores de lobos. Preparan un carro y varios caballos y se dirigen hacia la costa. En sucesivos viajes traen a los náufragos. El capitán Funes quiere ser el último, igual que al abandonar la “Rosales”. Por eso se dirige caminando hacia el faro. Es el más extenuado de todos porque él ha sido quien ha manejado el timón de la lancha, sin interrupción, sin cambiar de guardia, durante 40 horas. Pero no llega hasta el faro: cae extenuado en mitad del camino
y luego es recogido por el farero y los cazadores.
Al día siguiente son rescatados los cadáveres del aprendiz González Casas y el destrozado del guardiamarina Gayer. Del cuerpo del alférez Giralt, ninguna noticia, lo mismo que de Silvany y Heggie.
El 12 de julio, el ministro argentino en Montevideo, Enrique B. Moreno, recibe un telegrama de la pequeña población de Castillos, situada a 5 leguas del faro de cabo Polonio: “Ministro argentino, Montevideo. Comunico que el 9 naufragó a 200 millas al Este de cabo Polonio torpedera “Rosales” de mi mando. Oficialidad y tripulación trasbordaron a botes y balsas. Embarcación ocupada por mí, oficiales y maquinistas embicó costa Polonio salvándonos.
No tengo noticias de las otras embarcaciones. Pido auxilios en su búsqueda urgente. Leopoldo Funes”.
Horas después el ministro argentino de Relaciones Exteriores, Zeballos, visita apresuradamente al presidente Pellegrini;
quien en ese momento estaba por salir para asistir a una función del teatro de la Opera. Inmediatamente el primer mandatario cancela el paseo.
Buenos Aires, al despertar el día 13, recibe la terrible noticia. Estos son los títulos de “La Prensa”: “La división naval. Temporal en Alta Mar. Dispersión de las Naves. Lucha de la “Rosales” con el mar. Naufragio de la misma. Probabilidades de lo ocurrido según opiniones de peritos. Medidas de salvación de of iciales y tripulantes. Náufragos a merced del océano. Impresiones de sentimiento. La marina se forma en los contrastes del mar. Suscripción popular espontánea para reponer la “Rosales”. Salida de la ‘Espora’ en socorro de los náufragos ”.
Luego señala que el primero en obtener la noticia ha sido el director de Correos y Telégrafos, Dr. Carlos Carlés, quien fue notificado por su colega uruguayo, señor Jones.
La reacción popular es inmediata. No hay asociación, club, partido político, etc.; que no quiera colaborar, hacer algo, tratar de demostrar su solidaridad. Ese día, Carlos Pellegrini firma un decreto por el que se vota una partida de 50 mil libras esterlinas y se comunica al embajador argentino en Londres, Luis L. Domínguez, que inicie las gestiones para la compra de un nuevo torpedero de alta mar.
Pero dentro de las muestras de dolor y solidaridad unánime, ese día nace una especie de descontento, de desazón, de intranquilidad: a diferencia del capitán brasileño naufragado en el mismo lugar, el capitán argentino se salva con toda su oficialidad y no hay noticias de los suboficiales y marinería. Y ese desconcierto ya se nota en las informaciones periodísticas. Veamos “La Prensa”: “No intentamos siquiera insinuar una defensa del capitán Funes. El responderá de sus actos con arreglo a las ordenanzas y en la tremenda situación en que se encuentra luego de peregrinar tres días entre las olas en su guigue hasta tocar puerto de salvación. Solamente podemos desear que
su conducta resulte del crisol a que será sometida, honrosa para él y para la marina en la desgracia en la cual quisiéramos también poder decir que no hay desdoro de caer vencido por el océano y por el huracán después de haber cumplido su deber. No pierden buques los arrieros porque no navegan”. Ahí comienza a levantarse la punta del telón del drama que acaba de desarrollarse. Todavía, con la mejor buena voluntad, el pueblo quiere creer y convencerse que no puede ser el hecho como lo indican las primeras informaciones. Por eso, se da esta versión en la que se señala que el capitán se salvó en su “guigue”. Dice “La Prensa”: “La ‘Rosales’ tenía cuatro botes en esta forma: el guigue del comandante, el chinchorro de pintar y dos lanchas grandes.
Se deduce que el salvataje en tan horribles momentos ha sido operado con serenidad, tomando el guigue o bote insignificante para luchar con el mar, el jefe y oficialidad de guerra y de máquina, cediendo las lanchas a la tripulación. Como eran 70 hombres y es probable que embarcaran agua y víveres es claro que las lanchas no bastaban y de ahí la idea de última esperanza de atar maderos improvisando una balsa. El guigue del capitán ha tardado tres días en llegar a la costa oriental de Castillos”. Por su parte, “La Nación” también insinúa algo ese día 13:
“Es objeto de conjeturas la circunstancia de haber llegado al Polonio el comandante y la oficialidad de la “Rosales” no explicándose cómo el capitán Funes ha dejado a las tripulantes a su sola acción sin distribuir entre ellos a los oficiales”.
Mientras tanto han salido varios buques para rescatar a los náufragos y hacer rastreos en búsqueda de los desaparecidos.
Al cabo Polonio llega primero el remolcador uruguayo “Emperor” a cuyo bordo viaja el conocido armador Antonio Lussich. Después describirá el impresionante aspecto de esos veinte hombres salvados de la muerte y dice “conservan empero sus fisonomías los rasgos varoniles que caracterizan a una raza vigorosa y noble.
Constituían un grupo digno de ser trasladado al lienzo”.
El capitán Funes está tirado en un catre, enfermo. Sólo su mente sabe si se siente culpable o cree haber hecho todo lo humanamente posible para salvar a sus hombres y a su barco. Pero una pregunta debe rondar su pensamiento: ¿por qué justo a mí me ha tenido que tocar esto? Ahora comenzará recién el verdadero drama que no lo dejará hasta su muerte: el del reproche de los hombres por haber salvado su vida, su vida de capitán que no le pertenece.
Por fin, los náufragos con trasladados a Montevideo en el buque “General Lavalleja”. Allí son alojados en el Hotel de Europa, Colón esquina 25 de Agosto. El periodismo describe la llegada de los náufragos: “Funes no tenía camisa, se cubría con un vasto redingote color almendra, un sombrero chambergo proporcionado por el farero y botines de género de verano. Mohorade vestía de oficial con la ropa de diario de a bordo, poco abrigada. Traía chambergo negro y la cabeza vendada. El resto venía con la cabeza descubierta y ropas livianas despedazadas. Los maquinistas y marineros, descalzos”.
¿Quiénes son los que se han salvado? Veamos primero los que integraban la plana mayor del buque al partir de Buenos Aires: comandante, capitán de fragata Leopoldo Funes; segundo comandante, teniente de navío Jorge Victorica; plana mayor: alféreces de fragata Jorge Goulú, Carlos González, Florencia Donovan, Pablo Tejera y Miguel Giralt; guardiamarinas: León Gaudín y N. Gayer.
A ellos hay que agregar el teniente de fragata Pedro Mohorade y el alférez de navío Julián Irizar quienes viajaban en la “Rosales” con el objeto de incorporarse en Europa a la oficialidad del crucero “Libertad”, que se construía en Inglaterra.
Completaban la oficialidad: comisario Juan Solernó, farmacéutico Tomás Salguero, primer maquinista Manuel C. Picasso; maquinista Martín Barbará, Pedro B. Alvarez y Luis Silvany.
Todos ellos sin excepción (en total 17) se embarcaron en la lancha de Funes. Además, subieron a la misma el mozo del capitán, Manuel Revelo; el primer condestable Iglesias (hombre ducho en las lides marineras), cabo de cañón Pérez, el foguista Heggie, el guardamáquinas Marcelino Vilavoy, el aprendiz González Casas y el foguista Battaglia.
Todos estos tripulantes desempeñarán un papel protagónico tanto en la noche del naufragio como en el curso del posterior juicio. Principalmente Battaglia, cuyas declaraciones harán tomar un rumbo diferente a las investigaciones.
De los 24 nombrados González Casas, Giralt, Silvany, Gayer y Heggie. Es decir que quedaron con vida 19 de un total aproximado de 80 tripulantes.
El 15 de julio, a las 7 de la mañana los 19 náufragos llegaron en el vapor de a carrera “Saturno”. Van a recibirlos los notables de aquel tiempo: Roque Sáenz Peña, Dardo Rocha, Miguel Cané, Manuel Láinez y Marcelino Ugarte, quienes abrazan y ayudan a bajar a los náufragos. Esto se toma como un gesto de solidaridad a la Marina y para dar por tierra a todas las habladurías y versiones que ya se están tejiendo. Al bajar, y luego de las escenas emocionantes del encuentro con los parientes, los sobrevivientes son llevados en calidad de presos e incomunicados hasta que presten declaración. Se sabe que Funes ha pedido permiso para redactar un parte.
A las once de la noche le es levantada la incomunicación a Funes y su habitación se llena de amigos. El primero que entra es el coronel Cabassa. El cronista de “La Prensa” relata así el encuentro:
“El coronel Cabassa abrazó con cariño a Funes y ambos sintieron humedecerse sus ojos.
– No me digas nada porque lo sé todo -le dijo Cabassa-. – Hemos salvado lo que habría salvado Ud. en el mismo caso -acotó Funes-, con viva emoción pudiendo apenas pronunciar la frase.
– Lo sé -repuso Cabassa-, los conozco y cuando conocí la noticia de la desgracia: los muchachos han perdido bien el barco”.
Pero las dudas subsisten, hay como un círculo de rumores que rodea a los náufragos. El público los mira con conmiseración pero con tremendas sospechas.
“La Prensa” trata de aclarar lo que antes llamamos las matemáticas del diablo, es decir, qué número de náufragos ocupó cada una de las embarcaciones y señala que en la balsa construida a último momento embarcaron 49 tripulantes.
Aunque otras veces se levantarán para sostener que en la pequeña “Rosales” no había tanta madera para poder construir una balsa con capacidad para medio centenar de marineros y los víveres necesarios; “La Prensa” insinúa que “aseguran que la balsa en que embarcó la tripulación estaba bien construida y que en ella se colocaron provisiones para diez días, teniendo galleta y agua en abundancia”. Añade que por otra parte “los reglamentos navales no señalan que los oficiales deben repartirse entre los botes y que sólo establecen que el capitán debe cuidar hasta lo último el buque y los tripulantes”.
Es decir, lo que aparentemente no podía defenderse se trataba de explicar a través de los reglamentos.
También para oponerse a los rumores y el degrado que originó la conducta de Funes y los oficiales al salvarse, “El
Bien Público” del 17 de julio publica un enérgico editorial: “Si a los ladrones y a los asesinos vulgares no se les puede condenar sin oír su defensa en juicio ampliamente garantido ¿no sería una monstruosidad que a los soldados de la República se les incrimine en su pericia y aun en su honor antes de escuchar la explicación y la justificación de sus procederes en una ocasión en que todos jugaban la vida? ¡No! lo que corresponde al país en presencia de asunto de tanta solemnidad que afecta la honra misma de una de las armas del ejército de la República es dejar que el proceso se desenvuelva desembarazadamente libre de la presión pública y sobre todo de cuanto se asemeje a espíritu preconcebido. La severidad con que la causa debe ser conducida no excluye esta verdad: que el país no está interesado en buscar culpables, sino en la comprobación fidedigna y seria de que nuestros marinos cumplieron con su deber, bajo cuya impresión estamos por deber patriótico y por impulsos del corazón”.
A la 1 de la madrugada del 17, Funes y Mohorade salen en libertad: horas antes ha ocurrido lo mismo con el resto de los salvados. Todos, sin excepción, se hallan resfriados. Funes y Mohorade caen en cama con alta fiebre. Los días siguientes mostrarán que la tragedia va adquiriendo un trasfondo político. Es que los enemigos de Roca han encontrado una magnífica oportunidad para molestar al ex presidente. El capitán Funes es pariente de la esposa de Roca, doña Clara Funes de Roca; el segundo comandante, Jorge Victorica, es hijo del diputado Víctor Victorica y sobrino de Benjamín Victorica, previsto ya para el cargo de Ministro de Guerra y Marina de Luis Sáenz
Peña, y el oficial Florencio Donovan es hijo del jefe de policía.
Insensiblemente se van formando dos bandos: los que defienden a los náufragos de la “Rosales” son tildados de oficialistas, los que quieren saber solamente la verdad y los malintencionados que ven todo misterioso, son los “contreras”.
Por ejemplo un detalle de tantos: ¿por qué el grumete González Casas embarcó con los oficiales? Porque era un “recomendado” del diputado Victorica y por eso fue protegido del segundo comandante Jorge Victorica y llevado en la lancha de los oficiales. Esto queda en descubierto cuando los diarios publican un telegrama enviado por el padre del muchacho, desde Entre Ríos, al diputado Victorica: “Le ruego que si sabe que mi hijo ha perecido me lo diga francamente. Ante todo soy hombre para afrontar cualquier desgracia. El consuelo será que, si ha perecido, ha sido al servicio de su patria. Espero contestación. José María González”.
Dos son las grandes dudas: ¿el capitán Funes hizo todo lo posible para salvar a la “Rosales” o la abandonó sin intentar el último esfuerzo? ¿Qué ocurrió con la tripulación, por qué aparecen todos los oficiales en una lancha? ¿Es que acaso existió la balsa?
El 18 de julio se agrega una tercera pregunta, la más negra, la más terrorífica de todo este episodio: ¿qué ocurrió con el brillante alférez Giralt? ¿Es cierto que murió entre los peñascos del cabo Polonio? ¿O fue asesinado por sus propios compañeros? ¿O más aún, por el propio capitán Funes? La versión llega a la madre del joven oficial desaparecido.
Y “La Prensa” del 19 explicará a sus lectores para tranquilizarlos: “es inexacta la noticia que circuló ayer de que la señora madre del joven Giralt, víctima de la “Rosales”, haya perdido la razón. Se encuentra enferma, es cierto, pero no en estado de demencia”.
La catástrofe de la “Rosales” da oportunidad a todos. Hasta los anarquistas aprovechan. Informa “La Prensa”: “He aquí el orden aprobado en la última sesión celebrada anoche por el grupo anarquista del cual es órgano el periódico “El Perseguido”: este grupo contrario a todo elemento de gue rra entre la humanidad no apoya la suscripción iniciada para construir un buque que reemplace a la “Rosales” naufragada, pero en cambio abre una suscripción en favor de las familias de los náufragos, suscribiéndose la asamblea con 10 pesos. Más donaciones se reciben en La Cruz Blanca, Cuyo 1664”.
El Jockey Club, la Logia Masónica, las damas de la sociedad con tarjetas “bola de nieve”, etc., colaboran en la gran cruzada en pro de una nueva “Rosales”.
Los días pasan. El capitán Funes guarda absoluto silencio. No se defiende contra sus detractores. Los “oficialistas” sólo saben salir al paso de las versiones diciendo: “hay que esperar el juicio del tribunal militar”.
El 17 llegan a puerto los oficiales Victorica e Irizar, quienes habían embarcado en el “Emperor” para buscar restos de los náufragos. Victorica declara a los periodistas que él dirigió la construcción de la balsa a bordo de la “Rosales”, que tenía dos tangones de 5 metros de largo y diez centímetros de espesor y dos perchas iguales, y que sobre
esta armadura se colocaron tablas de cedro y de pino que existían a bordo, los enjaretados del buque y que todo
se amarró perfectamente con cabos nuevos que al mojarse debían apretar más las uniones aumentando la solidez
de la balsa”.
“La Prensa” de ese día tal vez previendo que los acontecimientos se están volviendo contra el capitán Funes y sus oficiales trata de tomar una posición neutral y objetiva y dice: “algunos que pretenden de bien informados aseguran que han podido traslucir que en las declaraciones del sumario hay notables divergencias pues mientras la mitad de la tripulación salvada del buque náufrago afirma que ha asistido a la completa desaparición de la nave, la otra mitad lo niega diciendo que, hasta perderse de vista, el casco se mantenía a flote”. Se produce, además, un hecho que es calificado como muy sugestivo por los enemigos de Roca: el ex presidente y actual presidente del Senado abandona Buenos Aires, con su familia y se dirige a Rosario de la Frontera a pasar
una temporada de descanso. Con eso -señalan sus críticos- quiere hacer parecer que no tratará de influir en el juicio que se ha iniciado contra el capitán Funes.
Los días pasan. El capitán de navío Pérez ha sido nombrado fiscal en el juicio a los oficiales de la “Rosales”. El 28 de julio se realiza el solemne funeral en memoria de las víctimas de la nave. Leemos la crónica de “La Prensa”: “Se celebró ayer en la Catedral la ceremonia religiosa que, para rogar por el descanso eterno de las víctimas del naufragio de la cazatorpedera “Rosales”, había organizado el Centro Naval cuya comisión directiva la presidió. La ceremonia fue solemne y conmovedora. Desde temprano, en la metropolitana se notaba inusitado movimiento. La gente afluía desde las 8 de la mañana de tal modo que a las 10 se hallaban ya enteramente ocupadas sus vastas naves. La iglesia estaba severamente enlutada. Negros crespones pendían de las paredes y cubrían las arañas, los
cuadros, todo aquello que pudiese disonar con el duelo general. De la araña central filtraba a través de las letras de luto una luz opaca y triste bien en consonancia, por cierto, con la fúnebre ceremonia. En la mitad de la nave principal bajo la cúpula, se levantaba el catafalco, cubierto con la bandera argentina y rodeado de dos ametralladoras de pequeño calibre, anclas, clarines, tambores, cabos sueltos, coronas de flores, etc. Estaba colocado sobre
una gradería tapizada con merino negro en cuyos escalones ardían numerosas hachas. Antes de llegar a él, un faro enlutado. A la derecha se veía una cineraria y encima de ella una espada de empuñadura de oro cuyos tiros pendían a un costado. A la izquierda, otra urna y sobre ella un frac y un elástico de marino. En el espacio que mediaba entre el túmulo y las urnas, armas en pabellón”. Hacían la guardia de honor cuatro guardiamarinas. Nuestras principales familias llenaban las naves laterales y una parte de la principal, separada con cordones del espacio reservado a los invitados oficialmente. La concurrencia de caballeros era numerosísima, hasta el punto de que apenas
comenzada la ceremonia ya no podía entrarse al templo. Concurre el presidente Pellegrini. Otro detalle que dice bien de la duda y desorientación que ha producido la aparición de Funes y sus oficiales: en el funeral, en vez de estar colocados los náufragos en primera fila en reconocimiento por las horas terribles vividas y la tenacidad por salvar sus vidas, se los ignora. Los diarios mencionaban a todos los oficiales del ejército y marina presentes pero no lo nombran al capitán Funes y sólo señalan que “también se hallaban los sobrevivientes de la ‘Rosales’”.
El acto es solemne y emocionante. Señoritas de la sociedad cantan desde el coro la romanza “Ridonnami la calma” y la “Preghiera” del maestro Tosti.
Es que el funeral lleva también implícita una manera de descargar culpas, de demostrar que la muerte de los humildes tripulantes tiene la misma importancia como si hubiera ocurrido lo mismo con los oficiales, muchos de los cuales pertenecen a la alta sociedad. Sí, por lo acaecido en la “Rosales” hay mucha intranquilidad en los buques: la suboficialidad y la marinería murmuran y se hacen eco de las versiones que alientan los enemigos del gobierno.
El 12 de agosto el Colegio Electoral, con la presidencia del general Roca, proclama Presidente y Vice de la República a Luis Sáenz Peña y José Evaristo Uriburu, quienes asumirán el 12 de octubre. Mientras tanto han ocurrido cosas no muy claras en el juicio que se les lleva a los oficiales de la “Rosales”. Ha pasado más de un mes desde el naufragio y todavía la opinión pública no ha sido informada de nada. Los diarios y las autoridades que habían pedido
calma y que no se prejuzgara la conducta de los náufragos, ahora callan. ¿Qué ocurre? ¿Qué fuerzas poderosas actúan para que la verdad no salga a la luz? El 17 de agosto renuncia el fiscal, contraalmirante Pérez, “por razones
de salud”. Lo reemplazará el coronel Jorge H. Lowry. Un hombre que en las fuerzas armadas tiene fama de una severidad a toda prueba. Todos los casos difíciles se le dan a él. Muchos oficiales odian a ese coronel que aplica penas severísimas aun por el mero hecho de no saludar correctamente o no guardar la posición debida. Es un hombre apasionado por descubrir la verdad, pero muchas veces su apasionamiento lo ha llevado a enfrentarse violentamente con jueces y abogados defensores.
Un solo día dura el coronel Lowry en su cargo fiscal: renuncia también “por razones de salud”. Se dice que ha pedido plenos poderes y ninguna interferencia pero no ha recibido satisfacciones suficientes.
Ese mismo día ocurre algo que por primera vez rompe con toda la artificial atmósfera que rodea al naufragio. Uno de los náufragos, salvado en la lancha, tal vez el más humilde de todos, el foguista Pascual Battaglia se presenta a la redacción de “La Prensa”. Ese diario publicará un suelto titulado: “Indignación”. “No sin profundo desagrado -dice- del que estamos seguros han de participar nuestros lectores, vamos a dar cuenta de haberse presentado en estas oficinas el foguista de la “Rosales”, Pascual Battaglia, uno de los salvados en el naufragio a manifestar que se encuentra en la última miseria, sin recursos, y debiéndosele el haber de los meses de junio y julio sin que se abonada esa mísera suma no sabe por qué dificultades de contabilidad a expedientes.
Creemos que el ministerio de Marina, el estado mayor o quien quiera que deba entender el asunto, previa justificación de identidad personal que es bien difícil de establecer por los mismos jefes y oficiales que vinieron con él en el bote, debe atender, pagar y cuidar de ese náufrago a quien no puede dejarse en medio de la calle sin darle siquiera sus sueldos. Battaglia se aloja en el hotel de la Estrella de Italia calle Cuyo entre Cerrito y Artes”. La noticia conmociona al público lector. ¿Por qué no le pagan a Battaglia? ¿Hay algo contra él? Todo es misterioso en este caso. Pero tres días después al fiscal Lowry se le ha pasado la enfermedad y es confi rmado
en su cargo. En la lucha sorda ha triunfado la parte que quiere que todo salga a la luz y que se discuta públicamente sin temor a nada ni a nadie.
Lowry comenzará desde ese momento con una tarea que calificaríamos de científica disección. Nada escapará a su minuciosidad. Su investigación durará meses; más, años. Revisará sin verlas madero por madera del buque náufrago, enloquecerá a los sobrevivientes con miles de preguntas que repetirá incansablemente. Días, noches, semanas, meses. Comenzará sospechando de la culpabilidad de todos y terminará pidiendo la pena de muerte para Funes. El fiscal Lowry no se dejará influir ni por amenazas ni por amistades. Vivirá encerrado durante años
buscando saber la verdad de lo que ocurrió una sola noche en medio del mar. La más mínima contradicción será motivo de nuevas preguntas de las que saldrán nuevas contradicciones. No le importará que sobre sus sospechas se enanquen muchos que quieren herir de muerte el prestigio de la Marina. Nada. El quiere descubrir la verdad y descubrirá solamente su verdad, porque el tribunal y la defensa tendrán también la suya. A Lowry lo calificarán de enfermo mental pero hay que reconocer de antemano una cosa: allí donde hubo interés
de saber la verdad a pesar de las influencias, allí se lo buscó a Lowry, el hombre que más juicios llevó en la última década del pasado siglo en las Fuerzas Armadas.
Mientras el foguista Battaglia -el más humilde de los náufragos- padecía hambre en su hotelucho de la calle Cuyo, el hombre más poderoso de la flota que partió el 7 de junio, el almirante De Solier, hacía aclaraciones en Madrid
al diario “El Imparcial” sobre el naufragio de la “Rosales”: “Fuera del Río de la Plata y en alta mar se desencadenó una violentísima tempestad -dice- como no he presenciado en mi vida. Las olas eran como inmensas montañas yla fuerza del huracán era tal que nos derribaba sobre cubierta. De pronto vi desaparecer al “Rosales”, que era un magnífico cazatorpedero de 800 toneladas”.
– ¿Había algún escollo?
– Ninguno, y además la costa estaba distante.
– ¿No pudo usted prestarle algún auxilio?
– Era de todo punto imposible. ¿Cómo echar los botes al agua en medio de aquella deshecha y furiosa tempestad?
– ¿Cuándo tuvo noticia exacta del naufragio?
– A mi llegada a Bahía, donde recibí un telegrama anunciándome que de los ciento y pico de hombres que formaban la tripulación habían perecido setenta”.
Hasta aquí las declaraciones del orgulloso almirante De Solier, el hombre que comandaba la flota.
El fiscal Lowry odia a los periodistas, odia la difusión de noticias del juicio. En un hombre hosco, de trato duro. Apesar de eso el periodismo -principalmente el opositor- ve con simpatía la gestión de Lowry. “La Prensa” escribe el 8 de septiembre: “Continúa adelante el sumario de la “Rosales” llamado a atraer antes de mucho seriamente la atención pública. El fiscal, capitán de navío Jorge H. Lowry, ha solicitado en estos días se practiquen varias diligencias de importancia, las que no han sido atendidas aún del todo a causa del fallecimiento del contraalmirante Cordero,jefe del estado mayor de la marina”. Pero Lowry no las tiene todas consigo. Hay muchos intereses creados. Los que quieren que el asunto pase a mejorvida y no se lo menee más no han quedado inactivos, tratan de sacarlo de en medio al singular fiscal. Comienzan los tironeos. Por eso, el 11 de septiembre, “La Prensa” escribe un suelto titulado “El sumario de la Rosales”. Allí se dice: “¿Qué es lo que pasa en ese sumario? ¿Qué explicación tienen los misterios que lo envuelven? Renunció el fiscal encargado de iniciarlo y se nombró otro para reemplazarlo y mientras este último promueve nuevas diligencias, el presidente de la República solicita que le lleven el expediente a su despacho para leerlo. Y entretanto, en los círculos navales se habla del asunto y los rumores que de allí parten trascienden en los corrillos sociales. Allí se mira con extrañeza la pesada marcha de la causa y se insinúa con reservas y precauciones que en el sumario hay declaraciones contradictorias sobre puntos capitales y sobre pormenores de importancia como indicios concurrentes al esclarecimiento de los hechos principales. Entre estos rumores corre el que no hay uniformidad en las declaraciones sobre la forma de la balsa, sobre su capacidad, sobre la manera de lanzarla al agua, sobre el número de hombres embarcados en ella. ¿Son exactos o no estos rumores? No hemos leído nosotros el expediente y por ello mismo no podemos dar un testimonio propio. Pero basta que esas voces circulen y se generalicen rompiendo el sigilo para mirar con justa alarma la situación que la demora crea. Por el honor de la marina argentina y por el de los jefes y oficiales y demás salvados de la catástrofe, pedimos que la causa sea conducida con vigor y con la mayor actividad llevándola hasta el período del debate público, como lo es el plenario. Todos, sin excepción, estamos interesados patrióticamente en que el proceso se forme en regla y que la luz plena surja en todo su esplendor, sea iluminando inocentes, como lo deseamos y debemos esperarlo, sea señalando culpas u omisiones, si hubieran sido cometidas”. La balsa. Allí ahora se concentraba la investigación del fiscal Lowry. ¿Existió? ¿O fue una creación de todos los oficiales y tripulantes salvados para justificarse? ¿Y si no existió, quiere decir entonces que hubo gran cantidad de tripulantes que no pudieron salir de la nave y perecieron en ésta? ¿Quiere decir que el capitán Funes y sus oficiales se aseguraron la mejor lancha y dejaron a la marinería sin dirección y librada a su suerte? ¿Cuál es la verdad?
Nada se podía saber, todas eras suposiciones… hasta el 13 de septiembre de 1892, en que “La Nación” trae las primeras “revelaciones” públicas de uno de los náufragos, totalmente diferentes al parte del capitán Funes y a las declaraciones periodísticas de Victorica e Irizar.
“De La Plata -dice “La Nación”- nos llega la exposición que se hallará más abajo y que no puede ser más importante pues presenta los hechos referentes a los náufragos de la “Rosales” bajo una forma completamente distinta de cómo se han hecho públicos y han sido conocidos hasta ahora. Las revelaciones que contiene el relato de un náufrago no pueden ser más graves; si ellas son ciertas, arrojan sobre el comandante y oficiales del buque náufrago responsabilidades tales que el poder público, sin faltar a su deber ni atraerse unánimes críticas no podría tardar un solo momento en hacer efectivas. No nos toca a nosotros decir lo que debe hacerse; pero es preciso que se haga la luz en este asunto y se acallen las murmuraciones, las críticas, los cargos que hace días aún antes de conocerse las declaraciones que hoy publicamos, corren de boca en boca. ¡Ojalá pudiéramos desmentir la veracidad de esas declaraciones y sostener con pruebas indudables lo que se ha dicho en un principio!”
Como se ve, “La Nación” anda con cautela, necesita este largo introito para ir al grano. Es que se sabe que la Marina reaccionará con toda susceptibilidad.
“He aquí -continúa “La Nación”- la relación que hemos recibido de nuestro corresponsal en La Plata: hace 5 días se presentó ante la subprefectura marítima del puerto de La Plata el súbdito italiano Antonio Batalla, de 19 años de edad, solicitando plaza de marinero. Como se encontrara una de ellas vacante, inmediatamente fue puesto en
servicio. Dos o tres días después de encontrarse allí prestando sus servicios como tal, conversaba uno de los ayudantes con otra persona, en presencia de este marinero, de los buques que ofrecían mayores garantías para la navegación en tiempos de peligro y como aquéllos convinieron en que los veleros fueran más ventajosos, dijo éste que de haber sido de ésta clase aquel en que él había navegado hace pocos días, no hubiera estado a punto de perder la vida, ni pasado las peripecias en que milagrosamente salvó su vida”.
“Como es natural -continúa- ante tal observación fue preguntado cuándo, cómo y en qué buque había pasado ese percance.
Refirió Batalla que era uno de los náufragos de la “Rosales” salvado milagrosamente junto con los demás oficiales, y que estando éstos prontos a partir, pudo, junto con otros compañeros, echarse al agua, llegando él solo a prenderse de dicho bote, pues los demás apenas si sabían nadar. A ser cierto lo que Batalla dice de cómo tuvieron lugar las cosas en presencia del peligro inminente por que pasaban los demás compañeros, se ha cometido un acto de salvajismo sin ejemplo que da la cuenta exacta del poco tino y criterio de las personas de quienes dependía la vida de tantos. Relata Batalla los hechos de la manera siguiente: que cuando su capitán y demás oficiales estuvieron convencidos de que todo el esfuerzo era inútil, en presencia de las averías ocasionadas al barco por el bravío temporal, y que nada obtendrían ya, por más que se hizo cuanto fue humanamente posible por librarle de las aguas que lo llenaban constantemente, resolvieron embarcarse en uno de los botes con dos marineros solamente que serían ocupados en dirigir las velas y remar durante el camino. Antes de abandonar el buque, el contramaestre que se decía había sido encargado de dirigir la balsa, fue designado para encerrar al resto de la tripulación en la bodega, que desesperada sobre cubierta clamaba por que no se la dejara abandonada, en tanto que la oficialidad, revólver en mano, los rechazaba. Fue en aquel momento que Batalla fue herido de un hachazo en la pierna en el instante que trataba de subir al bote en que éstos se encontraban y fue también en aquel momento
que el citado contramaestre era muerto de un balazo por otro oficial, porque alegando el estado de e nfermedad en que se encontraba, pedía a su capitán lo condujera junto a él y demás oficiales en camino de salvarse”.
“Dice Batalla -continúa “La Nación”- que estando cerca del buque avistaron el otro bote que se ponía en marcha con gente; que en el bote en que ellos iban llevaban un barril de caña, llegando algunos de ellos en estado de ebriedad. La muerte de 5 de ellos al llegar a tierra, la reseña conjuntamente con el resto del viaje hasta llegar a Buenos Aires, de la misma manera que ya tienen conocimiento nuestros lectores. Añade que estuvo preso hasta el 5 de agosto en un piquete de marina, fecha en que fue enviado al buque “El Plata” para que pudiera continuar trabajando como foguista de éste, trabajo que efectuó en la “Rosales” desde el 24 de mayo próximo pasado en que ingresó cuando la torpedera se encontraba en el Tigre”.
Los rumores, las versiones se encontraban ahora apoyados por las declaraciones de uno de los protagonistas de la noche del 9 de julio. El mal olor de todo este asunto llegaba ya hasta el propio despacho presidencial. El capitán Funes seguía callado. Sólo en dos o tres oportunidades expresó a sus colegas: “muy para mí hubiera sido hundirme con mi barco, lo realmente difícil era entregar sana y salva la flor y nata de mi tripulación y enfrentar el inevitable juicio”.
Las pasiones humanas, las contradicciones y el espíritu de cuerpo quedarán en descubierto poco después, en el juicio que se ventilará.
El juicio más sensacional del fin de siglo porteño.
“La Nación” era el diario que se había atrevido a publicar lo que todos sabían. La reacción ante las declaraciones del llamado Batalla fue enorme. Pero todo sufrió una insólita derivación. Un día después, “La Nación” tiene que rectificarse: “el relato que publicamos ayer referente a uno de los náufragos de la “Rosales” y en el que se aprecian los hechos en una forma distinta a la que se había presentado hasta ahora, causó la impresión profunda y suscitó los vivísimos comentarios que eran de suponer, pero es evidente que ni el público ni los principales periódicos han tomado las referencias como un hecho nuevo sino como la expresión, la condensación de un rumor que
hace días flotaba en la atmósfera pero al que nadie se atrevía a dar cuerpo, a manifestar con resolución”.
“Ante todo -prosigue- en obsequio a la verdad, apresurémonos a decir que hemos sido inducidos a error al atribuir a Batalla a Battaglia, el que ha sido foguista de la “Rosales”, las referencias que publicamos ayer. El Battaglia verdadero fue aprehendido en esta ciudad y se halla detenido en la prefectura marítima, pero parece que durante el tiempo en que ha estado en libertad ha hecho a varias personas más o menos las mismas revelaciones que se han hecho públicas”.
“Hay quien cree -sigue “La Nación”- y son precisamente los que en privado no se recatan de formular acusaciones, hay quien cree que habría sido preferible dejar que las murmuraciones corrieran sin atribuirle importancia. No somos de esa opinión, y sería a nuestro juicio un falso patriotismo el que quisiera encubrir actos condenables y permitir la menor sombra o la menor sospecha sobre el buen nombre de algunos jefes y oficiales de la marina nacional. Si hay delito debe castigarse; pero si no lo hay, las murmuraciones deben cesar y desvanecerse. En ninguna
parte, ni aun en los países regidos militarmente y donde se procede con tanta rigidez, se teme a la publicidad. Muy al contrario, se hace toda la luz posible como una satisfacción a la opinión, como una vindicación al buen nombre de la institución. Podríamos citar ejemplos, pero no es necesario: las instituciones armadas deben estar arriba de todas las murmuraciones, públicas o privadas. Aunque resultase lo que en este caso no está probado y es de esperar no lo será, que algunos individuos han faltado a su deber, no por eso sufriría si se dejasen correr las murmuraciones o se dejase formar la convicción de que las faltas se han cometido y que sin embargo se han encubierto”.
Sigue con sus explicaciones el diario de Mitre: “Preciso es reconocer que no poco ha contribuido a fomentar las críticas y las sospechas, primero la acusación de fiscales, y después la lentitud del sumario, que ahora sin embargo proseguirá con la actividad necesaria”.
En el fondo, “La Nación” con su aparente error ha ganado una batalla periodística: ha llevado a la luz el verdadero ambiente que rodeaba el proceso a los sobrevivientes de la “Rosales”.
Pero éstos no se mantienen impasibles. El segundo comandante Jorge Victorica reta a duelo al director de “La Nación”, Mitre y Vedia, mientras que el oficial Mohorade solicita al Estado Mayor de la Marina que se investiguen de inmediato las acusaciones del foguista Battaglia.
Por varios días la atención pública se ocupa del lance de honor. Son padrinos de Emilio Mitre y Vedia los señores José María Gutierrez y Guillermo Udaondo, y los de Victorica, Valentín Virasoro y el coronel Mariano Espina. Los padrinos no se ponen de acuerdo y recurren a un tribunal de honor, formado por Roque Sáenz Peña y Francisco Alcobendas, quienes darán su fallo en el sentido de que no hay lugar a duelo porque no hubo intención injuriosa.
Mientras tanto Battaglia se halla preso. Toda la furia de los oficialistas se lanza contra este singular personaje que ha pasado a ser el “cabeza de turco” de todo el menester existente . Lo tienen detenido en el piquete del estado mayor de la armada bajo la acusación de “desertor”. Fue apresado en la cervecería de Aragona, en la calle Caridad 350, donde trabajaba como cocinero.
Los periodistas logran entrevistar a Battaglia en el mismo piquete donde se halla preso. ¡Qué respeto por el periodismo se tenía en aquellos tiempos! ¡Cómo se ha retrocedido en ese sentido! Hoy sería inimaginable hacer una cosa así.
Los periodistas encuentran a Battaglia -en otras ocasiones sumamente locuaz- bastante “ablandado” en su calabozo.
Le preguntan por qué trabaja como cocinero y contesta: “para no morirme de hambre porque en la marina no me pagan el sueldo”. El foguista sobreviviente se niega a ratificar o rectificar las acusaciones del “falso Battaglia” de la Plata. Pide que lo dejen tranquilo. Sólo se anima cuando le preguntan: “¿Usted vio construir la balsa en la noche del naufragio?”, y contesta resuelto: “No, yo no la vi porque estaba abajo con las bombas”. – ¿Y cómo se salvó?
– Arrojándome al mar y prendiéndome de un borde del bote.
¿Y el comandante Funes? ¿Qué pasa con él? Sigue guardando silencio. No ha reaccionado por las acusaciones del falso Battaglia. Más, ahora es ignorado también por el grupo de oficiales sobrevivientes. Este distanciamiento se hace público en una carta donde el segundo comandante Victorica agradece a sus padrinos haber salido en defensa de su honor y en el de sus compañeros. A Funes ni lo menciona. El 16 de septiembre, Funes pierde varios puntos: los médicos Cuñado, Quiroga y Massón proceden a revisar al teniente Mohorade. Funes había sostenido que ha Mohorade no lo puso en ninguno de los botes de la marinería porque había “sido sacudido por un golpe de mar abriéndole dos heridas en el rostro”, durante la tormenta y que
por eso había quedado incapacitado. Los tres médicos señalan lacónicamente que tales heridas “son todas de contusión y algunas de origen muy antiguo; en cuanto a algunas manchas que presentan en el cuerpo son causadas por una quemadura producida hace mucho tiempo inflamando pólvora: las heridas son nueve, todas leves”.
El 24 de septiembre, Funes sale de su mutismo. Se dirige al fiscal Lowry solicitándole que apresure el expediente. En forma amarga, Funes señala que todavía el contralmirante De Solier “no ha contestado el exhorto”. Si, en efe cto, al jefe de la flota en navegación se le ha enviado un exhorto. Pero De Solier no ha tenido tiempo de contestar.
Tal vez sea una manera de restarle importancia a todo el episodio, o porque no es bien consciente del drama que ahora viven los sobrevivientes de la “Rosales”, enfrentando la opinión pública.
El fiscal Lowry rechaza por improcedente la protesta de Funes, y ese mismo día somete a un nuevo interrogatorio al maquinista Barbará, que duro siete horas durante las cuales no permite levantarse de la silla al declarase ni él mismo se toma un minuto de descanso.
Los diarios siguen apurando. Ya han pasado dos meses y medio del naufragio y todavía la verdad no se sabe. El 25 de septiembre, en el “Economista Argentino” escribe J. O. Manchado que “la honra nacional y nuestra marina de guerra no se verá en absoluto mancillada por decir la verdad sobre el hundimiento de la “Rosales”. Agrega: “no debemos tener un falso concepto del patriotismo”. “Cuando una nave como la “Rosales” naufraga -dice- el jefe se encuentra en presencia de este hecho: la desaparición de su nave; y él debe probar que fue una fuerza superior a la fuerza human la que hizo desaparecer su buque. Pero en este caso hay un hecho más grave aun que pesa sobre
toda la oficialidad del buque náufrago. ¿Por qué se han salvado todos los oficiales pereciendo todos lo individuos de la tropa? Es un hecho anormal, difícil de explicar indudablemente; pero que puede tener su razón de ser y que deseamos sinceramente sea esclarecido favorablemente. Pero que se entienda bien, que la honra nacional no puede estar comprometida por falta alguna imputada al jefe o a la oficialidad. Hay por el contrario un positivo interés en averiguar la verdad de lo sucedido, porque si por un falso amor propio nacional tratáremos de silenciar
hechos punibles, no sólo heriríamos el sentimiento de justicia, que está en todos los corazones, sino que comprometerían la dignidad de la marina argentina”.
“¿Qué ha sucedido en aquella terrible tragedia que tenía por escenario el insondable océ ano? -continúa-. Un buque perdido en pleno océano sin choque de escollo, sin coli ión alguna; toda su oficialidad salvada en un bote y la tropa desaparecida. No conocemos todos los naufragios pero estamos seguros que será una cosa bien rara que en el naufragio de un buque de guerra se salven todos los oficiales, pereciendo la tropa”.
Este artículo provoca un fundamental cambio en la opinión pública. Es tan directo, tan irrebatible, que ya nadie duda. Funes se queda solo, absolutamente solo. Pero Victoria y los demás oficiales todavía tratan de cambiar el panorama. Y para ello cuentan con el apoyo de las esferas adictas al gobierno nacional.El 7 de octubre el implacable fiscal Lowry solicita al estado mayor general de la Armada la prisión del capitán Funes. A las 5 de la tarde expide la orden y el comandante Funes, acompañado por dos oficiales, es llevado a prisión. A la corbeta de guerra “La Argentina”, fondeada frente a Buenos Aires. Delgado, pálido, los ojos hundidos, Funes
se deja llevar. Total, lo que le puede ocurrir no será ni pálido reflejo de lo que le deparó la suerte en la noche del 9 de julio. El, preso en medio del río de la Plata, frente a una ciudad que cree cualquier cosa de él, mientras el elegante contralmirante De Solier, el que lo dejó solo frente a su destino, pasea a su arrogancia de hombre de pro en Europa. Y todo es la casualidad. Hay que tener suerte. Porque si en vez de viento sur le tocaba viento norte, o en
vez de salir el 7 salía el 8, él también, Funes, estaría con sus galones y su impecable traje azul marino en Madrid, en Nápoles, Génova o Londres.
Pero sea suerte o casualidad, tanto la suerte como la casualidad, siguen jugando en contra e Funes. “La Nación”,que había publicado la famosa denuncia del foguista Bataglia, que luego tuvo que desmentir porque todas las
autoridades señalaron que se trataba de un impostor y no del verdadero sobreviviente de la “Rosales”, ha descubierto
una nueva. Un “descubrimiento” como el mismo diario lo llama, y es éste: “Y puesto que ocurre hablar del asunto de la Rosales digamos que hemos hecho un descubrimiento. Francisco Bataglia, aquel de la sensacional historia de La Plata, desautorizo inmediatamente después de su publicación, era marinero, por más atorrante que fuera, según declaración oficial. Oficialmente también tenemos la prueba de lo que decimos. En el orden del día de la policía de la Capital correspondiente al 20 de septiembre próximo pasado se lee textualmente lo que sigue:
(orden de captura) del marinero Francisco Bataglia, italiano, de 27 años, blanco, pelo rubio, ojos azules, nariz y boca regulares, bigote rubio, soltero, foguista, estatura 1 m 53 cm., por pedido del Estado Mayor de la Marina.
¿En qué ayudamos? ¿Era o no marinero el que ahora resulta foguista? Y en resumida cuentas, ¿cuál es el Bataglia verdadero, el que está preso o el que fugó?”
Obsérvese qué lenguaje claro empleaban los diarios de aquella época. Esta ironía de “La Nación” dejaba en descubierto toda una trama bastante burdamente tejida para esconder lo que, a través de la “Rosales”, se pudiera rozar a altos personajes de la época.
Y nuevamente un día después, “La nación” hace gala de una fina ironía al decir: “basados en datos positivos podemos asegurar que es inexacta la afirmación hecha por algunos colegas de que permanece estacionado el sumario que se instruye a los ex jefes y oficiales de la “Rosales”. Prosíguese, al contrario, con grande actividad a pesar de que al fiscal de la causa se lo obliga a perder tiempo nombrándolo miembro de todos los consejos de guerra que se forman”.
Esto último es cierto. Todos lo juicios que se abren son entregados de inmediato a Lowry ¿por qué será? ¿Es para dilatar el proceso contra los oficiales de la “Rosales”, o porque es un hombre del cual se espera estricta y severa justicia?
Pero, ¿quién es este Lowry? Todos lo tienen por un personaje raro, uno de esos seres hechos de hielo y roca, indomables e indoblegables, pero al mismo tiempo con un sentimiento exagerado del honor, de las obligaciones, del deber. Y no faltan muchos que lo tengan por un maniático de las ordenanzas. En realidad Lowry ha demostrado con su vida haber sido todo menos un burócrata o un advenedizo que ha ido ascendiendo de escritorio en escritorio. Su vida es notable: Jorge Holson Lowry nació en Buenos Aires en 1842, hijo del matrimonio inglés formado por Juan Lowry y Julia Palmer. A los 11 años de edad fue enviado a la escuela de Anápolis, Maryland, en la corbeta “Jamestown”. Tenía 17 años cuando regresó a la Argentina y se incorporó como soldado de Buenos Aires en la lucha contra la Confederación. Pero poco después su padre le ordenó que se embarcara en el “Asunción”, buque correo de le representación de Estados Unidos. A los 19 años se incorporó a la marina de guerra de Estados Unidos, en el cuerpo de contadores. Su primer destino es el buque de guerra “Pula sky”, con el cargo de oficial en la contaduría. Meses después le tocó concurrir en calidad de secretario a los acuerdos de paz y comercio entre Paraguay y Estados Unidos. Luego de librada la batalla de Pavón, Lowry forma parte de un destacamento de marinos del “Pulasky”, de la cañonera inglesa “Ibahay” y del buque de guerra de la misma nacionalidad “oberón”, que ocupo la aduana de Rosario hasta que llegaron las fuerzas de Buenos Aires. A los 23 años, al declararse la guerra contra el paraguay se incorpora como teniente al buque “Guardia Nacional” Y comando
las baterías de proa a babor en el combate de Paso de la Cuevas. Más tarde combatirá contra as fuerzas de López Jordán, en Paraná y en 1874 a bordo del transporte “Coronel Roseti” lucha contra la cañonera sublevada “Paraná”. Lowry, aparte de gustarle la lucha dedica su tiempo al estudio de la técnica naval, por eso, en 1878 viaja a Europa en misión especial con el ingeniero torpedista Hunter Davinson, para renovar el material de la división de torpedos. Dos años después intervendrá en el bloqueo de Buenos Aires al mando del “Bermejo”. Nueve años
después lo encontramos como jefe de la división torpedos de la marina de Guerra y un año más tarde está al frente del arsenal de Zárate. Y es justamente en 1892 -año del hundimiento de la “Rosales”- que Lowry es designado para ejercer la Fiscalía Genaro de la Armada. Allí lo encontramos, acaba de cumplir 50 años, tiene espesa barba que da aún severidad a su rostro, muy pocas veces alegrado por alguna sonrisa.
El expediente del juicio, cuando lo recibió Lowry tenía 220 fojas; ahora al 8 de octubre ya tiene 451. A cada uno de los maquinistas le ha tomado declaración durante dos días y ha completado el centenar de interrogatorios y analizado el informe del inspector de máquinas Ruggeroni sobre el estado del buque antes de partir. El citado informe habla del excelente estado del casco y máquinas antes de partir la “Rosales” para rosario.
Pero el sumario no avanzará. De Solier no contesta de Europa el exhorto. Ha escrito que lo hará una vez de regreso a Buenos Aires. Lowry, mientras tanto sigue el sumkario y sorprende en contradicciones al alférez Gaudín. Es que nuevamente ha comenzado a levantarse la sombra del alférez Miguel Giralt, el desaparecido en las costas del cabo polonio. Se sabe que lo que más apasiona a Lowry es la investigación del destino de Giralt; por eso solicita al gobierno uruguayo la exhumación de los restos de los náufragos muertos en las costas del cabo Polonio. “La Nación” del 11 de diciembre dice: “decididamente no habrá sumario en el mundo más largo, más complicado y
más lleno de dificultades de todo género, amén de las extrañas circunstancias que de tiempo en tiempo vienen a sorprender la atención pública en forma de relatos horripilantes, desapariciones misteriosas e inexplicable s resistencias que el que se instruye con motivo del naufragio de la “Rosales”.
Ese mismo día Funes desde su prisión en ¡La Argentina! Da u golpe maestro: recusa al fiscal Lowry por dos razones.
Por “la enemistad que V. S. me ha manifestado, como podré probarlo” y “por los procedimientos de no tomarme declaraciones e incomunicar a los testigos”.
Lowry trastabilla porque al mismo tiempo que Funes, el Jefe del Estado Mayor de la Marina se dirige al ministro Benjamín Victorica acusando a Lowry de dilatar el proceso.
Es decir, que mientras el pedido de Funes dilatará en un mes más el proceso, por el otro lado las autoridades hacen parecer como que el fiscal es un hombre que no quiere que se sepa la verdad. Y lo único que quiere Lowry es apestillar tanto a los sobrevivientes hasta que quede demostrado lo que él sospecha y de lo que él está convencido desde un principio: la culpabilidad de Funes y de todos sus oficiales. En este tremendo tira y afloja, “La Nación” escribe el 13 de diciembre: “Empieza a conseguirse que se aprieten los tornillos de la desventaja máquina según lo demuestra la comunicación siguiente en un todo de acuerdo con las observaciones que venimos haciendo. Era natural que así sucediese. El delicado asunto de la investigación debe
terminar cuanto antes por las razones que muy acertadamente señala el Estado Mayor de la Marina. Por su parte, el fiscal Lowry a elevar a la superioridad el escrito que le dirigiera el comandante Funes recusándolo, sostiene la corrección de sus procederes, abundando en datos y consideraciones al respecto. La nota del jefe del Estado Mayor de la Marina, capitán Rafael Blanco, al ministro Benjamín Victorica pide se emplace al fiscal para la terminación del sumario o llamar a sí al expediente con el propósito de arbitrar los medios que den el resultado pedido”.
Es decir, una estocada de largo alcance contra Lowry. Y el 3 de enero de 1893 e trata de darle el golpe de muerte a la actuación del severo fiscal, nombrado auditor especial en la causa de la “Rosales” al comodoro Clodomiro Urtubey, de quien se sabe que es un declarado enemigo de Lowry, con quien ha tenido grandes diferencias. Firman la resolución nada menos que el presidente de la república, Luís Sáenz Peña, y el ministro de Relaciones Exteriores, T. S. de Anchorena.
Pero Urtubey no se deja jugar en este vaivén de pasiones. Hombre limpio como es no acepta “por razones de salud”. Y la investigación se queda paralizada.
El 5 de enero se anuncia la llegada del contralmirante De Solier -quien no contestó el exhorto. A bordo de la “25 de mayo”. Pero De Solier no piensa presentarse de inmediato a declarar en la causa. Seis días después de su llegada renuncia a su cargo de jefe de la escuadra naval de Europa y se va “a descansar al campo”. Recién el 18 entrega el parte oficial de su viaje. Es un extenso y frío informe de toda la travesía en el que apenas trae cinco líneas sobre la “Rosales”. Dice que “el buque fue perdido de vista el 8 de julio a las 6 a.m. (su foco eléctrico, y no se oyó más su silbato) sin que se percibiera ninguna señal, que de haberla visto la hubiera aprobado. A la tarde de ese día se desencadenó
un furioso temporal. El 9 por la mañana empezaron a calmar el viento y el mar”.
Estas seis líneas son casi definitivas para condenar a Funes: no hizo ninguna señal pidiendo auxilio y abandono el buque en la noche del 9, es decir, cuando la tormenta ya había calmado.
Pero el sumario no caminaba. Las publicaciones opositoras comienzan de nuevo con su cl amoreo de protesta. El 21 de enero, “La Prensa” publica un editorial titulado “Ni para atrás ni para adelante”, y con este subtítulo “¿Y el sumario por el naufragio de la Rosales?” Y sostiene: “Si se hubiera pensado en abrir una causa expresamente para que el público cansado la falle, economizando al gobierno la molestia de resolverla, tendría su explicación el sumario aludido.
“Hace más de un mes está paralizado en un incidente: el comandante Funes recusó al fiscal, quien elevó el expediente al ministro Anchorena, a cuyo departamento pasó por excusación del de Marina. Y allí se ha empantanado.
El auditor de Marina, Dr. Carranza, está en Europa, con licencia, y como dice que sin un dictamen de tal funcionario el gobierno no puede pronunciarse sobre la recusación del Fiscal, el proceso no anda. ¡Vendito sea Dios! Ya que el decreto de “pase al auditor” es sustancialísimo ¿por qué no se nombra uno ad-hoc? ¡Es que ninguno quiere aceptar!
“La Prensa” del 1º de febrero insiste en otro editorial titulado “Por el honor de la marina”; “El sumario de la “Rosales” no puede demorarse un día más. Los periódicos europeos al amparo de un silencio oficial sobre un sumario tan prolongado como inexplicable han recogido como ciertas las más terribles versiones de aquel tremendo drama y bordando sobre ellas arrojan un borrón nefando sobre la escuadra argentina que, o debe quedar limpio con las resultancias del juicio o con el castigo de los culpables si desgraciadamente los hubiera. El “Imparcial” de Madrid, que en un primer momento se hizo eco de la versión que dio el comandante Funes, reproduce ahora las sangrientas
e infames acusaciones que como cosa cierta se hicieron correr sobre aquel fingido Battaglia que apareció en la subprefectura de La Plata. No reproducimos el relato, porque en órganos poco autorizados ya vio la luz en Buenos Aires hace dos meses, pero sí pedimos que la palabra serena y justiciera del Tribunal diga en ese asunto su última palabra”.
Pero poco después la recusación contra Lowry es rechazada y prosigue el sumario.
En la calurosa mañana del 11 de marzo de 1893, cuando finalizaba ya el verano, un coche de plaza se dirige a la presidencia de la Nación. Viaja en su interior un hombre de espesa barba, mirada severa y gesto hosco. Es el capitán Lowry, fiscal del proceso de la “Rosales”, que lleva en sus manos dos enormes carpetas. Es la investigación que ha realizado durante un año y medio. No se fía de nadie y por eso va a entregarla en las propias manos del presidente de la nación. Allí están registradas todas las declaraciones de los sobrevivientes y las conclusiones del fiscal. Allí está encerrada la tragedia de la noche del 9 de julio de 1892 o por lo menos la verdad que ha tratado de descifrar Lowry entre tan dispares declaraciones de los protagonistas. Lowry pide pena de muerte para el capitán de fragata Leopoldo Funes. Pide que sea fusilado sin más trámite. Lo acusa de la pérdida de la cazatorpedera “Rosales”, por el abandono de la misma estando aún en condiciones de flotabilidad y culpabilidad en grado criminal por el abandono voluntario y premeditado de su tripulación. De acuerdo a la investigación de Lowry los hechos en la noche del 9 de julio en la “Rosales” se habrían desarroll ado
de la siguiente manera: Ya en las primeras horas del 7 de julio la gruesa mar que corría hacía bordear mucho a la “Rosales”. Por orden del comandante de la flota, almirante De Solier, de había dispuesto que en casos de fuerza mayor “que pudieran sobrevenir en el curso de la navegación quedaban libradas al mayor criterio de cada comandante las maniobras del buque a su mando que respondieran a su mayor seguridad”. En la madrugada del 8 la nave quedó bajo el horizonte y fuera de vista de los otros buques. De Solier declaró que al perderse de vista la “Rosales” creyó que el comandante Funes, en previsión de la tempestad que se anunciaba, trataba de ponerse al
abrigo de la costa. El comandante Funes respondiendo al cargo de no haber hecho señal alguna al buque insignia dice “que por la sencilla razón de no tenerle que informar nada”. Es decir, que Funes en vez de buscar abrigo de la tempestad que amenazaba a envolverle, se mantuvo a rumbo con los demás buques a la capa y a las 9 de la noche quedaba definitivamente atravesado, siendo infructuoso los esfuerzos para volverle a hacer presentar el tiempo”.
“En esa situación fue envuelto, azotado e inundado por las inmensas moles de agua elevadas a enorme altura por la fuerza del torbellino y a merced de cuyos encontrados embates quedó por completo al ser apagado los fuegos de las máquinas por las grandes masas de agua y los compartimientos de las calderas que las inundaron completamente”. Lowry demuestra a través de las encontradas declaraciones de los sobrevivientes que la “Rosales” no sufrió ningún rumbo en el casco, hecho que, de haber ocurrido, hubiera ocasionado el hundimiento en forma mucho más rápida. No habiendo rumbo, el agua penetraba al buque solamente por la cubierta. Lowry demuestra que el buque fue abandonado precipitadamente púes “aún faltaban llenarse de agua algo más de la quinta parte del volumen total de la capacidad del casco para que hubiera estado próximo a hundirse con seguridad”. Y recurre a la declaración del primer maquinista Picasso, quién dice que “esa misma noche antes de embarcarse en el bote volvió a su camarote y se vistió con varias camisetas y otras piezas de ropa interior, como igualmente otros oficiales
lo hicieron en su alojamiento tomando en ellos hasta frazadas para envolver sus cuerpos”. El comisario Solernó dice que embarcó todos los víveres en botes a las 7 de la tarde del 9, los que fueron sacados de la despensa y pañoles de galleta y líquidos que estaban en el piso del sollado. El condestable Iglesias dice que “media hora antes de abandonar el buque recorrió por orden del segundo comandante los pañoles de su cargo, los que halló secos y que fue a la vez al pañol de pólvoras de popa que quedaba bajo el piso el piso de la cámara a sacar los cohetes con
que proveyó a los botes” y “que estando ya embarcado en la segunda lancha hacía ya un cuarto de hora vio al comandante fuñes recorrer todo el interior del buque”.
Lowry se pregunta en sus conclusiones: “Luego ¿Cómo pudo el comandante Funes hacer esa recorrida por el interior del cuerpo del buque si hubiera estado inundado como declara el segundo comandante Victorica?” Y agrega: “resulta palmariamente demostrado que habiendo quedado el cuerpo del casco de la torpedera con un pie y medio y hasta dos, fuera del agua, al abandonarlo, como así lo acreditan las declaraciones de algunos oficiales y en particular de los maquinistas, ese buque quedaba aún en condiciones admisibles de flotabilidad habiendo sido fácil su salvamento posterior amainando el viento y la mar como sucedía entonces, si se hubiera permanecido
algo más de tiempo sobre o junto a él cumplimiento con la obligación impuesta a su comandante. Es mi convicción que la torpedera continúo a flote después de su abandono y llevada a la ronza por las corrientes del río de la Plata hacia el Este, mar afuera, fue alcanzada y envuelta por el segundo ciclón del 13 de julio que la encontró un mero casco boyante, pues no tenía personal que la gobernara no quizá medio hacerlo, y que siendo presa fácil de ella completó su pérdida llenando sus demás compartimientos aún estancos y echándola a pique”.
Así juzga el primer punto el capitán Lowry. Es decir, que la torpedera se hubiera salvado ya que en la mañana del 9 la tormenta comenzaba a amainar y que Funes abandona el buque en la noche de ese día creyendo que por el agua que había entrado no podía aguantar ya más. O por lo menos, en vez de dirigirse a la costa tendría que haberse mantenido con el bote en las cercanías de la nave.
Segundo punto: la tripulación, Lowry está convencido que el número total de tripulantes de la “Rosales” era 80. Para su salvataje en caso de abandono del buque se contaba con dos lanchas con capacidad para 10 hombres y un patrón; el guingue para 6 hombres y un patrón y un patrón y el chinchorro, para 4 hombres y un patrón. Es decir que se contaba con medios para salvarse solo 32 personas. Lowry se remite entonces a las declaraciones de Funes para describir los momentos culminantes del abandono del buque: “apremiado la situación en que se encontraba la “Rosales”, con sus compartimientos de máquinas y calderas inundados, atravesada, a la mar y sin gobierno, a las 5 de la tarde del 9 de julio se celebró consejo de oficiales y en él se arribó a la conclusión de que el buque estaba perdido y debía abandonarse”. Pero Lowry comienza a dudar que se haya hecho tal consejo de oficiales como lo exigen las ordenanzas antes de hacer abandono del buque.
Y se remite a las contradicciones que surgen de las declaraciones: el segundo comandante Victorica declaró que tal consejo se realizó a las 6 de la tarde, tres oficiales dicen que fue a las 4 de la tarde, el alférez Tejera, que fue a las 3 de la tarde; el maquinista Vilavoy, que fue de 12 a 1 de la tarde, pero los que discrepan enormemente con los anteriores son el alférez Goulú, que dice que fue a las 4 de la mañana de ese día, y el marinero Revelo, quién siendo mozo de cámara de la que no se movió hasta las 7 de la noche de ese día, dice “que no había visto que se hubiera tendido reunión o cosa parecida por el jefe y oficiales”. En la reunión se decide abandonar el buque, pero antes de construir una balsa para salvar a la tripul ación que no cabía en los botes. Y aquí comienza uno de los grandes misterios: ¿existió la balsa? Lowry desde un principio asegura que tan balsa sólo existió en la imaginación del capitán Funes. Y puntualizo todas las contradicciones de las declaraciones de los sobrevivientes. Empieza por preguntar con qué elementos se hizo la balsa. Estas son las respuestas. Funes: con
una verga y dos tangones y alguna otra percha; Donovan y González: 2 tangones y 2 plumas; Vilavoy: los tangones y las plumas del buque; Picasso: una verga y una pluma; Tejera: la vergüita, un tangón, una cantidad de remos, algunos enjaretados y salvavidas. Las contradicciones en las dimensiones son todavía más llamativas. Más: hay sobrevivientes que ni siquiera la vieron. Por ejemplo, el maquinista Álvarez declara que “no había visto ningún
bote arriado ni la balsa”; maquinista Barbará: “no he visto marinero alguno sobre la balsa ni la he visto construir”; comisario Solernó; “no he visto construir nada parecido a una balsa”; farmacéutico Salguero: “no he visto construir ni utilizar en el salvataje cosa parecida”; guardiamarina Gaudín: “Con respecto a la balsa no puedo decir cosa alguna”; primer maquinista Picasso: “a la balsa no sé si la hicieron”; Alférez Goulú: “no vi concluida la balsa”.
Y Lowry se pregunta: “¿A qué conclusión puede llegarse ante tanta divergencia en el relato de la construcción de una obra de tanta importancia en este caso y que necesariamente debieron verla todos los interesados sin discordar tan enormemente en sus detalles? ¿Puede admitirse acaso como posible que en un buque de tan pequeño porte como era la “Rosales”, que ya sin gobierno y atravesada a la mar, en un vendaval que arbolaba olas de 6 a 7 metros de altura, que el mismo comandante Funes en su parte dice “barrían todo lo que hallaban al paso haciendo correr mucho peligro a la gente que andaba sobre la cubierta reforzando trincas” y cuya magnitud no hab ía
disminuido al efectuarse el abandono, se hayan podido desguarnir las plumas y los tangones y andar manipulándose de un lado a otro de la cubierta para construir sobre ella jangada alguna, operación considerada por los hombres de mar como muy difícil y peligrosa en los buques de mayor porte?”
Sobre el número de tripulantes que fueron embarcados para su salvataje en la balsa, una vez construida ésta, también son fundamentales las contradicciones. Tejera declara que “no vio arriada la balsa al abandonar la “Rosales”, Funes dice que embarcaron “24 hombres con el contramaestre Lacroix”; Donovan: “12 hombres”; González: “18 hombres”, Vilavoy: “7 en todo”; Picasso: “sólo podía llevar 10 a 15”; marinero Revelo: “sólo podía resistir el peso de 10 hombres”. Por último Funes al referirse a la construcción de la balsa señala: “la mandé construir para 15 o 20” y no se preocupa de refutar las declaraciones contrarias de algunos oficiales”.
Finaliza Lowry señalando que “ante los raciocinios expuestos se arraiga en mi espíritu la firme convicción de que en el caso, todo lo referente a la balsa no fue en realidad. Rechazo pues que tal construcción se haya empleado en el embarque de la tripulación al efectuar su abandono la noche del 9 de julio”. Si no existió la balsa, ¿cómo se distribuyó la tripulación en los botes existentes? Lowry lo describirá. Minuciosamente relatará la tragedia acaecida en la cubierta de la torpedera.
Dice Lowry que finaliza la dudosa conferencia de oficiales, Funes hizo ocupar la segunda lancha de salvataje con el alférez de navío Irizar, los maquinistas Bárbara y Vilavoy, el condestables Iglesias y el cabo Pérez con revólveres al cinto y la orden de defenderla para ser ocupada exclusivamente por los oficiales. Eligió esta lancha porque se hallaba a estribor, a sotavento, mientras que la otra lancha que se hallaba al lado de babor, que aguantaba todo el viento y la furia de las olas, fue dejada para la tripulación. Hecho esto, Funes reunió en el sollado (la cubierta inferior de la nave donde se aloja la marinería). Allí los arengó y les señaló que debía hacerse abandono del buque. Funes dice que la tripulación le contestó “con vivas a la patría, demás vocerío y algarabía”, mientras que el segundo comandante Victorica señala que “había marinería materialmente anonada por el miedo”; Gaudín dice que “el temor de la tripulación era que el buque sumergiera a cada momento bajo sus pies”, y el farmacéu tico Salguero dice que “cuando tuvo lugar esa arenga el alférez Donovan y otros oficiales hacían el aparato de proseguir el achique
para sostener el ánimo y el espíritu de la marinería para que no creyeran que el buque iba a pique, que comprendieron fue necesario ocultarles a todo trance para evitar el pánico”. Al mismo tiempo -continúa Lowry- las deposiciones en general dejan establecido que en esos momentos “reinaba gran confusión en todo a bordo” y “seguramente que si la tripulación se dio exacta cuenta de esa situación debió inmutarse ante el espanto que con justo motivo ha de haberse apoderado de su espíritu sobre todo en vista de escasez de medios de que se disponían para la salvación de todos y no prorrumpir en la algarabía que e le adjudicaba si bien es cierto que durante el temporal se les suministró bebida con frecuencia y cuyas porciones fueron creciendo hasta llegar a raciones extraordinarias repetidas en los momentos de producirse el abandono de la torpedera”. En esto están contestes el comandante Funes, el segundo comandante Victorica y los demás oficiales. Bien pueden haber sido esas libaciones otorgadas con tanta liberalidad en los últimos momentos las que hayan electrizado a los marineros y no la infausta noticia recibida de boca de su jefe. Tan terrible anuncio de cuya veracidad no podía dudar viniendo del mismo comandante del buque en cuya persona se concentran siempre y más en trances tan angustiosos todas las esperanza de salvación de los hombres de mar en el mundo entero, puso ciertamente a dura prueba la disciplina de la marinería de la “Rosales”.
El incisivo idioma de Lowry para describir la tragedia, sin ahorrarse ningún detalle comienza ahora a ocuparse del salvataje. Señala que hasta ese momento la disciplina de la marinería había sido ejemplar, pese a las circunstancias de habérsele dado grandes cantidades de caña, y que por eso no se explica “la medida preventiva tomada por el comandante Funes de munir a sus oficiales revólveres cargados como igualmente su persona desde las 5 de la
tarde del 9 de julio. Las armas fueron tomadas por cada uno de los oficiales y otras fueron llevadas con toda anticipación a la segunda lancha, bote elegido y reservado y en el cual debía embarcarse acompañado de sus oficiales el capitán Funes y abandonar el buque a las 8 de la noche. El primer maquinista Picasso declara que se hizo de esa arma “como una mejor protección de su persona”; el maquinista iglesias fue con la intención de pegarse un tiro prefiriendo morir de esa manera que ahogado”.
Ordenada la evacuación de la nave, los marineros se lanzan a la carrera a la primera lancha, al guigue y al chinchorro -ya que para Lowry, la balsa no existió- y al tratar de arriar hacia el mar la primera lancha ésta fue volcada por un golpe de mar lanzado a parte de los que ya la ocupaban al abismo. El resto, al ver inutilizada esa embarcación se lanzaron sobre el chichorro y el guigue, que ya estaban ocupados y con el peso de sus cuerpos los hicieron naufragar. Muchos de los desorientados marineros volvieron al casco del buque y trataron de asaltar la lancha de los
oficiales. El primer que vio esta oportunidad fue el foguista pascual Bataglia que se arrojo con todo el peso de su cuerpo en momentos en que la embarcación era descendida. El maquinista Barbará, revólver en mano se abalanzó sobre Bataglia para expulsarlo “por considerarlo un intruso” pero intervino el comisario Solernó y le salvó la vida al f oguista, que se defendía con uñas y dientes. Al ver la marinería desesperada que Bataglia había conseguido lo que se proponía, quiso hacer lo mismo. En sus declaraciones, el maquinista Barbará, el alférez Goulú y Gaudín relatan
como fueron rechazados. El comandante Funes sólo reconoce haber ocurrido el incidente con el marinero Víctor Montes. El segundo comandante Victorica reconoce haber sido él quien rechazó a Montes y que no fue éste “El único marinero que de intento o por equivocación se esforzó por embarcarse en el bote reservado para el embarque exclusivo del comandante y la oficialidad”. Barbará señala que predominó en todo momento una gran confusión. Pero mientras tanto ocurría todo esto, había de 15 a 20 marineros que ignoraban todo lo que estaba ocurriendo en cubierta. Era el paisanaje del interior de Córdoba que había sido traído directamente de sus lugares de reclutamiento y embarcados en la “Rosales”. No habían visto nunca el mar, no habían visto nunca un bote. Estaban totalmente postrados por las oscilaciones y estrepadas de la torpedera, mareados, deshechos. Sólo habían comido un poco de gallera y tomado mucha caña. Pera ellos no había lugar en los botes ni aun en las balsas se ésta se hubiera salió de allí. Fue tragada por el océano junto con el casco del buque. Lowry no acusó a Funes de haber encerrado con llave a esa gente en ese compartimiento, como se atrevieron a hacerlo varias publicaciones nacionales y extranjeras, pero sí a acusarlos de no haber hecho nada para su salvataje.
Los hábiles interrogatorios de Lowry hacen confundir a Funes quien en una declaración se “olvida” de embarcar ya sea en los botes o en la balsa a ocho tripulantes, y luego, en otra deposición se confunde con esa verdadera matemática del diablo y no dice qué fue de 16 marineros. Lowry compara esto con la declaración del jefe de máquinas Picasso, quien ratifica una y otra vez de que en el sollado quedaron abandonados entre 15 y 20 marineros mareados o embriagados con caña.
La otra carta decisiva que cree tener el fiscal Lowry contra Funes es el hecho de no haber repartido los oficiales entre todas las embarcaciones de salvataje. El sabe que Funes aquí se está jugando por su oficialidad y que se juega hasta el último momento en sus declaraciones, a pesar de que el segundo comandante Victorica y los otros oficiales le dan la espalda y lo dejan solo al llegar a Buenos Aires. Lowry en su escrito acusará a Funes “respecto al hecho de no haber dispuesto que los oficiales de guerra fueran a hacerse cargo de los otros botes en que debía embarcarse la marinería como obligan en ese caso no tan sólo las leyes militares, sino también los reglamentos de navegación de todas las marinas mercantes civilizadas y semibárbaras del mundo, fundándose en que los oficiales eran demasiado inexpertos y que los únicos competentes para ese servicio, que lo eran su segundo Victorica y su oficial Mohorade, se encontraban tan imposibilitados, el primero por una fiebre que tenía y el otro por unas heridas que recibió en la cara y cabeza por una caída sobre la
cubierta a consecuencia de las grandes oscilaciones del buque en la tempestad, resultando de las declaraciones de la única persona a bordo que estaba autorizada a emitir un juicio exacto al respecto (el farmacéutico Salguero) y éste dice que ni el uno ni el otro de estos oficiales estaban imposibilitados por esas lesiones, de carácter sumamente leve”.
Pero lo que más preocupa a Lowry es el misterio en torno a la desaparición del alférez Miguel Giralt. Es un tema que lo apasiona y desespera. Leemos su propio escrito sobre la suerte de ese joven de 22 años: “en cuanto al alférez de fragata Miguel Giralt y al maquinista Luis Silvany que formaban el complemento de la dotación de oficiales de dicha caza torpedera, no me ha sido posible descubrir la suerte que en verdad les haya cabido en el desastre a esos infortunadas jóvenes, a pesar de las diversas diligencias que he puesto en práctica con ese propósito. Respecto al alférez Giralt, particularmente, son tan contradictorias las exposiciones efectuadas envolviendo ellas su persona
en tan completa y misteriosa desaparición que predisponen el ánimo a abrigar la sospecha de que se oculta algún acto criminal, sin poder precisar, sin embargo, a quién o a quiénes deba culparse de ello. Según consta en las declaraciones prestadas en el momento en que el comandante Funes estaba embarcado ya con los demás oficiales en la segunda lancha y en disposición de abandonar la “Rosales”, se suscitó un incidente con el alférez Giralt que se encontraba aún en el castillete de ese buque con motivo de acudir a embarcarse en la proyectada balsa un mayor número de marineros que los indicados para ir sobre esa construcción improvisada del momento y encargada a Giralt, incidente que terminó al ordenar el comandante Funes abandonar la balsa y embarcarse con
él en la lancha, orden que dicen cumplió ese oficial inmediatamente sin réplica alguna, sin embargo de dejar dudas en el ánimo la interpretación de algunas frases en las exposiciones de los maquinistas Picasso y Alvarez sobre ese hecho. Todas esas mismas declaraciones están contestes en que Giralt abandonó la “Rosales” embarcando en la segunda lancha con el comandante Funes y los oficiales y los acompañó en ella hasta que zozobró en Punta Diablo, costa del cabo Polonio donde principia su desaparición para unos, pero no así para otros, pues tanto en las
investigaciones referentes a detalles de su persona como la suerte que le cupo después de tumbado el bote en el paraje mencionado, existen divergencias notables. Unos dicen que pereció ahogado, otros que pudo haber salido con vida antes que ellos a tierra firme e internándose en los médanos haber caído extenuado de cansancio pereciendo de frío, y quedando su cuerpo cubierto con las arenas movedizas, haberse perdido todo rastro; otros que internado en la costa firme pudo haber sido asesinado para robarle, pues llevaba prendas de valor para su persona; otros, que no llevaba tales prendas que nunca vieron; unos que vestía de una manera y otros de otra”.
Lowry llega hasta allí, se detiene como para tomar aire, y se decide a presentar al tribunal su sospecha. Lowry cree firmemente en algo, pero no tiene pruebas y pese a los largos, trabajosos y tortuosos interrogatorios que ha sometido a los sobrevivientes no ha podido poner nada en claro. Leemos a Lowry: “El condestable Iglesias en su primera declaración dijo “no haber visto más a Giralt” y en su segunda expone que Giralt salió con vida a la costa conjuntamente con el maquinista Vilavoy, el foguista Bataglia y él, haciendo referencia hasta de frases cambiadas con Giralt al tiempo te tumbarse el bote, asegurando haberlo dejado por fin sobre un médano de arena con juncos
donde habían descansado los cuatro unos diez minutos siguiendo después Iglesias con Vilavoy y Bataglia en dirección al faro. El maquinista Vilavoy niega terminantemente la aseveración de Iglesias, y el foguista Bataglia, perturbado, no atina apropiadamente a deshacerse de ese fantasma envuelto en una capa de goma color plomo que era Giralt, su oficial a bordo, pero que en tierra no lo conoció. A ese montículo de juntos sobre médanos de arena, en cuyas cercanías había dejado el condestable Iglesias al alférez Miguel Giralt llegó más tarde el comandante Funes a quien sus oficiales habían dejado extenuado de fatiga y sin fuerzas a unas tres cuadras de allí, tan extenuado de cansancio, según dice el cabo Pérez, que se resistió a sus repetidas ofertas de conducirlo con ayuda de sus brazos al faro, quedando tan bien acobijado dentro de ese resguardo que hubo de ser su tumba a no ser de la pertinacia de los humanitarios loberos que repasando aquel paraje, recién a las dos horas de continuada pesquisa vieron colmados sus esfuerzos, encontrando allí dentro al buscado y extraviado jefe de la “Rosales”. “En ese paraje donde principia con visos de alguna seguridad la salvación del comandante Funes, termina el único rastro que he podido descubrir y seguir del infortunado alférez Giralt quedando después su persona envuelta en el más completo misterio, ocasionando perplejidad respeto a su destino verdadero”.
Es decir, Lowry cree que toda la verdad de la “Rosales” se debate en el triángulo Funes-Giralt-balsa, que nunca creyó en la existencia de la balsa, en ese punto la admite para poder luego demostrar lo que no se atreve a decir directamente: que Funes asesinó a Giralt. Por eso describe el incidente de Giralt con Funes acerca de la balsa: Giralt es el hombre que se retoba contra Funes, discute con él precisamente sobre la construida o no construida balsa. Funes lo obliga a embarcarse con él y con los oficiales. Giralt es el que sabe la verdad, el capaz de rebelarse, el hombre que “cantará” cuando llegue a Buenos Aires. Por eso el fiscal Lowry está convencido y su pensamiento
tejido sobre la base de declaraciones y contradicciones los hace poner a Funes y Giralt en el mismo médano, allí bajo ese terrible anochecer de invierno en el cabo Polonio. Para Lowry, Funes finge cansancio y no acepta la ayuda del cabo de cañón Pérez y se queda solo para dirigirse al médano donde Giralt también ha sido dejado solo por el condestable Iglesias, Vilavoy y el “atormentado” Bataglia. Y por eso Lowry, que es un apasionado de la verdad, y que por eso puede haber caído en un error, quiere pruebas, y dice: “Fue debido a esa seguridad en la exposición de los hechos ocurridos de parte del condestable Iglesias que me apresuré a efectuar el pedido de exhorto del gobierno del Uruguay con el propósito de recobrar aunque no fuera más que el esqueleto de ese desgraciado oficial y su compañero, el maquinista Silvany. Pero las diligencias practicadas por las autoridades en el cabo Polonio han dado resultados negativos habiendo llegado el comisario
de policía de aquel distrito, que parece haber hecho muchas recorridas en todas direcciones de aquellos parajes en busca de los náufragos que se decía faltaban, a negar con firmeza de convicción en sus asertos de que Giralt haya desembarcado o llegado su cuerpo a parte alguna de esa costa, pues de haber así sucedido, los hubiera hallado infaliblemente, como aconteció con el guardiamarina Heggie, quien fue encontrado muerto, internado en los médanos de arena, sin estar su cuerpo cubierto de ella a pesar de haber transcurrido tres días desde el siniestro del bote. No ha dejado de preocuparme seriamente la casualidad que los oficiales Giralt y Silvany únicamente, llenos de vida y salud, habían hecho el largo trayecto a tierra en el bote y muy particularmente el alférez Giralt,
que por todas las referencias jugó un rol importante en los diversos incidentes que tuvi ron lugar al abandonar la “Rosales”, hayan sido los que exclusivamente desaparecieron por completo al ser inundado y tumbado el bote entre el oleaje rompiente de una extensa y poco profunda ensenada a pocas varas de la costa firme, donde pudieron salvarse hasta los que no sabían nadar, los débiles y enfermos”.
Pero Lowry no consigue saber nada más. La verdad sobre Giralt la sabe solamente Funes o no la sabe nadie. El encuentro Funes-Giralt ha ocurrido en el médano o no ha ocurrido nunca.
Las últimas palabras con que Lowry acompaña su alegato en el sumario siembran otras dudas: ¿las heridas de Mohorade fueron ocasionadas por el temporal o por otra causa?: “El teniente de fragata Pedro Mohorade recibió también heridas en la cara y en la cabeza sobre cuyas causas hay divergencias en los pareceres de los declarantes, cuya ambigüedad tampoco ha sido disipada por el reconocimiento facultativo efectuado aquí por médicos del cuerpo de sanidad de la armada, quienes se han limitado a diagnosticarlas de contusas, sin expresar si fueron debido a arma alguna, no pudiendo tampoco por ello arribar a deducción concluyente a los efectos de esta causa”.
En esto Lowry quiere dejar la impresión de que tales heridas se debieron a una reyerta en los últimos momentos del navío, pero nada más puede saber.
En su presentación final ante el plenario. Lowry quema sus últimos cartuchos y dice: “En cuanto a la desaparición del alférez Miguel Giralt -como también la del maquinista Miguel Silvany- solo me resta declarar que el más completo misterio envuelve la desaparición de esos infortunados oficiales no habiéndome sido posible rasgar el velo que cubre tan tenebroso asunto pues las diligencias del plenario no han producido más luces al respecto, y ante los resultados negativos de las investigaciones practicadas a los efectos de la causa y en presencia de los preceptos establecidos tanto en el capítulo VII del Tratado VIII de las ordenanzas militares como igualmente en otras de
la Armada de que el jefe es el directo responsable de la tropa confiada a su cuidado así como un comandante de bajel lo es de sus enseres y muy especialmente de su oficialidad y tripulación y no habiendo el capitán de fragata Funes justificado suficientemente la desaparición de ellos en el naufragio y percance, es de mi parecer que debe ser responsabilizado de la vida de esos oficiales. En virtud de las pruebas que resultan de las actuaciones concluyo por hallar culpable al capitán Funes de la pérdida, por mala navegación e impericia, del buque a su mando, con más la causa agravante de haberla abandonado estando aun a flote en condiciones de que pudieran conducir a su posterior salvataje; por haber hecho abandono de su tripulación, puesto que al separarse del buque de su mando aun quedaba la mayor parte de los marineros en el empeño de embarcarse en los restantes botes que no eran suficientes para efectuar el salvataje de todos ellos, que eran -tales botes- inferiores en capacidad y resistencia al que tomó Funes para poner a salvo su persona y oficiales, cuando era su deber haber sido la última persona que tenía que abandonar el buque a su comando, delito que el Código Militar de la Armada de Francia castiga con la pena de muerte. Habiendo efectuado ese desamparo con premeditación, astucia, abuso de autoridad y confianza en ocasión de calamidad de naufragio y el haber efectuado el abandono de noche, circunstancias todas agravantes
ante los mismos términos de las leyes militares que nos rigen como así también de encubrir las verdaderas causas de la desaparición del alférez Giralt y del maquinista Luis Silvany. Por todo lo cual concluyo porque el dicho capitán de fragata Leopoldo Funes ex comandante de la ex cazatorpedera “Rosales” sea condenado a sufrir la pena de muerte señalada en la última parte del capítulo VIII de las ordenanzas militares de 1774 contra el oficial que fuera convicto de haber desamparado con notoria malicia a la tropa confiada a su cuidado”.
Lowry pide también diez años de prisión para el segundo comandante Victorica por haber dado como construida a la balsa, haber declarado que la “Rosales” chocó con un objeto y se le abrió un rumbo, y haber sostenido reiter adamente
que la tripulación se embarcó íntegramente en botes de salvamento. Para el oficial Pedro Mohorade
también diez años de prisión por haberse “fingido enfermo” en el momento de peligro en que le tocaba comandar uno de los botes con tripulantes.
Para todos los demás oficiales y tripulantes sobrevivientes solicita seis años de prisión si bien reconoce que los alféreces de navío Goulú, de fragata Gaudín, los maquinistas Picasso, Barbará y Alvarez, comisario Solernó, farmacéutico Salguero y foguista Bataglia contribuyeron en parte a saber la verdad. Con esto Lowry deja expedito el camino para que ese sobresea a estos últimos.
Lowry deja su escrito ante el plenario y se retira. Su espesa barba, sus penetrantes ojos no dejan de impresionar al plenario. Lowry juega todo su prestigio; él hubiera podido ser más condescendiente, como el otro fiscal Beccar quien -a falta de pruebas- se ha lavado las manos. Pero Lowry cree haber vista la verdad, está convencido de todo lo que sospecha y cree ver en ese capitán Funes a un gran cobarde y asesino por añadidura, que ha manchado el honor de la marina argentina. Quiere verlo condenado y por eso mismo pide penas un tanto severas para miembros de la tripulación como Bataglia, el mozo del capitán Revelo, el condestable Iglesias y el cabo Pérez, para el momento de la discusión secreta cambiar la absolución de éstos por el fusilamiento del capitán Funes.
Pero si como fiscal actúa Lowry -la personificación del deber y la disciplina- frente a él se levanta el capitán de fragata Manuel José García Mansilla, que si bien será el defensor de los oficiales subalternos no tendrá empacho en defender a todos los sobrevivientes, especialmente al capitán Funes. Generoso y de constante buen humor, García Mansilla partirá de la base que todos cumplieron con su deber. A los argumentos científicos, a las contradicciones de los protagonistas señalados por el fiscal Lowry, García Mansilla contestará con general idades, con argumentos cálidos y desbordantes de patriotismo y de solidaridad para con los compañeros acusados. Y, por sobre todo, se referirá a la tragedia que ha soportado ese núcleo de hombres que llegaron como guiñapos humanos a las rocas del Cabo Polonio. “Sólo ellos -dirá- saben lo que han sufrido”.
A la frialdad y legalismo de Lowry se opondrán las ansias de García Mansilla de salvar el honor de la Marina. Para ello, García Mansilla usa dos armas con habilidad. Primero, la tragedia del naufragio que sorprende en alta mar a ese núcleo de marinos. La otra arma será atacar sin contemplaciones, con toda clase de epítetos al fiscal, para rebajarlo moralmente anta la opinión pública. Se nota en toda su intervención el afán de apagar con palabras rimbombantes y andanadas retóricas las sospechas que los cargos de Lowry habían dejado en el ambiente.
La descripción que hará el defensor García Mansilla de la tempestad que azotó a la Rosales queda como una página brillante. Comenzará diciendo: “Me felicito de haber sido nombrado defensor de esta causa. He podido así penetrar en este confuso, voluminoso e irregular proceso, examinarlo con imparcialidad y despojado de mi espíritu de toda preocupación puedo venir a decir en alta voz: los procesados de la Rosales son inocentes, no han cometido ninguno de los delitos, ninguna de las causas de las que se los acusa y este consejo tiene el deber de dictar la sentencia que, a la vez, que absuelva a estos oficiales, restaure el honor de la marina argentina comprometido por los rumores malévolos que apoyándose en falsos datos se han propalado durante más de un año”.
Refiriéndose a Lowry, dirá García Mansilla: “sólo una imaginación enfermiza ha podido encontrar delitos o faltas en las constancias del proceso”. Y entrando de lleno en el naufragio dice: “Para poder juzgar con rectitud el proceder de mis defendidos es menester reconstruir la escena que ha debido producirse en el momento supremo del abandono de la “Rosales”. Es necesario evocar los recuerdos de todos ustedes, señores miembros de este honorable consejo, de ustedes que pertenecen todos a la ruda y honrosa carrera de la marina, pidiéndoles que recuerden con conciencia lo que es una noche de temporal en el mar. Es menester figurarse la terrible agonía del pequeño barco atravesado a una mar espantosa en una noche de tinieblas y de horror; es preciso imaginar esa cubierta barrida de continuo por los golpes de mar que amenazan arrastrar a cada instante a todos sus tripulantes mientras que los lentos rolidos del barco y la pereza de sus movimientos revelan que ya no puede defenderse por mucho tiempo contra los embates de la tempestad y que está próxima la hora en la cual va a desaparecer para siempre de la superficie de los mares. El ruido ensordecedor del huracán que ahoga las voces de mando, el choque continúo de las olas que revientan contra la “Rosales”, transformada en inerte escollo bañando los entumecidos miembros de sus extenuados tripulantes, todos éstos son factores que deben tomarse en cuenta para juzgar debidamente la situación. El temporal del 9 de julio de 1892 que causó la pérdida de la “Rosales” ha sido uno de los más fuertes que ha tenido ocasión de soportar nuestra marina. El señor fiscal Lowry se esfuerza en investigar por qué se perdió la “Rosales”, si fue por rumbo, o si entró el agua por los tambuchos y tapas de carbonera. Que sea por una causa o por otra, o por las dos, la causa verdadera es que el temporal era tremendo y el barco pequeño.
¡Cuántos hermosos buques, más grandes y más fuertes que la “Rosales” han salido a la mar para no volver jamás, desapareciendo para siempre y con la agravante circunstancial de no volver ninguno de sus tripulantes! La “Rosales” se perdió por la violencia extraordinaria e inaudita del huracán. El barco se perdió en buena ley”. García Mansilla llama a las contradicciones de los declarantes “pequeñas discrepancias”. Y rechaza la aserción de Lowry de que el total de los embarcados era de 80, con un argumento que deja a las claras el poco valor que se daba a estas cosas. Dice García Mansilla: “Sobre la “Rosales” había 75 hombres porque a pesar de figurar 80 en la lista que obra en el sumario me consta que ella no es exacta. Esa lista es la del mes de julio y nadie ignora que en nuestra Marina las deserciones son frecuentes de un mes a otro. Además la prueba de que no es exacta es que al individuo Arturo Díaz que figura como embarcado y ahogado puedo presentarlo al Consejo: está en tierra pues quedó en la casa particular del comandante Funes; el cabo Santiago Gómez quedó en el hospital y los marineros Lorenzo de Landi y otro y el foguista Augusto Delmás desertaron, dos con el Tigre y el otro en Palermo. Después de esto, ¿cómo puede atribuirse mérito legal a esa lista de junio para determinar el número de los tripulantes de la “Rosales” en el momento del siniestro?”
Cuando llega a la acusación sobre la suerte del alférez Giralt, García Mansilla no puede dejar de expresar su repugnancia por la acusación de Lowry y dice: “Debiera ahora ocuparme del cargo más grave de todos, cargo que no sólo es una injuria a mis defendidos sino que es un baldón para el cuerpo de nuestra marina, cargo cuya sola enunciación me avergüenza al pensar que ha habido quien acuse a oficiales argentinos de una acción tan cobarde como insensata. Hablo de la imputación de asesinato en la persona del alférez Giralt. No quiero ni puedo ocuparme de este punto. Semejante acusación es totalmente inmotivada y nada hay en el proceso no digo que la justifique sino que le sirva de pretexto. Estoy seguro que rechazarán hasta con indignación un cargo semejante. Sin prueba de ningún género, sin indicios por fugases que fuesen, sin pretexto siquiera, si faltando a los más elementales preceptos de la justicia y el derecho se ha formulado una acusación con la que se mancharía el brillo de galones que son los nuestros y se mancillarían reputaciones de nuestros compañeros de ayer y de nuestros hermanos
de armas. ¿Son éstos los deberes del fiscal Lowry? ¿Llega hasta aquí su derecho? El consejo resolverá, yo como defensor rechazo con indignación, sin discutirla, acusación tan absurda”.
Pero el juicio ya está decidido: el otro fiscal del plenario, el capitán de fragata Beccar, pide la absolución de los acusados. Más, califica a las acusaciones de Lowry de “infames y bochornosas”.
El remate final contra Lowry lo da García Mansilla al decir con énfasis: “lo quisiera ver al señor fiscal Lowry en una situación parecida como le tocó al comandante Funes”. Y señala que “cuando no hay plena prueba, corresponde absolución”.
Y hay absolución. Y todo se resuelve como lo siente García Mansilla al decir: “Los ecos de este proceso que ha trascendido hasta el público por las indiscreciones malévolas e infundadas han creado para los oficiales de la “Rosales”, para el cuerpo de la marina y para la República entera una gran nación, noble y generosa. Tenemos defectos, como toda nación joven, pero somos ante todo una raza viril y valiente con un glorioso legado de actos heroicos que están escritos con letras de sangre y oro en las páginas de nuestra historia. No son capaces los descendientes de los héroes de Chacabuco y Maipú, del Juncal y de los Pozos de olvidar las tradiciones de sus mayores y legar al olvido de sus deberes hasta ser infames y cobardes”.
Lowry asiste impávido a las palabras de García Mansilla, quien destroza todos los argumentos del fiscal con mazazos patrióticos. Veamos una muestra de ello: “Tristeza me ha causado -dice García Mansilla- cuando he leído en la vista del fiscal Lowry calificar de algarabía y aun dudar de que los marineros de la “Rosales” hayan proferido el grito de ¡viva la Patria! atribuyéndolo en todo caso no a sus nobles sentimientos sino a los efectos de las bebidas espirituosas que se les había repartido. ¿No es acaso ese grito de ¡viva la Patria! el grito genuino de todos los que tienen en sus venas verdadera sangre argentina? ¡Que no llegue para nosotros la hora nefasta en que se eche a la burla y se desprecie ese grito sublime! Yo por mi parte creo firmemente que lo profirieron porque tengo fe en la nobleza de mis compatriotas y en la valentía de sus corazones y me inclino respetuoso ante el recuerdo de esa voz sublime lanzada por los marineros de la “Rosales”, ese grito de ¡viva la Patria! noble y santo, y nadie tiene derecho a despreciarlo y desconocerlo. Es el grito de guerra del soldado argentino, grito que lo alienta en la desgracia y
que lo ha conducido y lo conducirá a la victoria. Afirmo sin temor de equivocarme que no sólo en la cubierta de la “Rosales” sino allá en la soledad de los mares, bajo los negros nubarrones de la tempestad que envolvió a los náufragos, cuando separados del mundo entero la ola fatal deshizo sus frágiles botes y los arrastró al abismo habrá resonado potente, viril, ese último desafío al huracán, ese postrer saludo del argentino que muere al grado de¡viva la Patria!
El párrafo final de la intervención de García Mansilla está dirigido a los náufragos: “Oficiales de la Rosales: Miren con confianza a esos sus jueces de hoy que serán mañana los que los conducirán a la victoria o a la muerte. Mírenlos con confianza que los van a absolver, y por la justicia de su fallo proclamarán al mundo entero que son dignos de pisar las cubiertas de nuestras naves a la sombra gloriosa de la bandera de Mayo”. Así harán los jueces. Condenar a Funes y a sus oficiales hubiera sido reconocer una mancha negra, un crimen inenarrable en la historia de la institución. Como jueces, jurídicamente hablando, sólo tenían como pruebas en contra las contradicciones en las declaraciones. La defensa del capitán Funes fue confiada al alférez de navío Mariano F. Beascochea.7 Este joven oficial se tomará el trabajo ímprobo de tratar de demostrar que todos los cargos contra
el comandante de la “Rosales” no podían probarse cabalmente. El también usa el método de rebajar moralmente al capitán Lowry. Son de tal calibre sus ataques contra Lowry que luego de finalizado el juicio será condenado a tres meses de arresto en un pontón por “irrespetuosa vehemencia en la defensa”. Los sobrevivientes de la “Rosales” son absueltos por falta de pruebas. Y desde ese día en la Marina no se habló más de la tragedia, como si no hubiera ocurrido. Pero si bien al capitán Funes se lo absolvió y no se tomó ninguna medida disciplinaria interna contra él, lo rodeó siempre un silencio incómodo, un disimulado pero constante aislamiento. Nunca más se le dio el mando de un buque ni pasó del grado de capitán de fragata. Se le dieron cargos administrativos. Desde los 33 años de edad debió conformarse con permanecer detrás de un escritorio. Sirvió en el Estado
Mayor General, luego -por dos años- fue inspector. En 1898 estuvo adscripto a las obras del puerto militar y desde fines de ese año tuvo a su cargo uno de los juzgados de instrucción para el personal subalterno. Siempre se le vio trabajar con corrección, modestia y sentido práctico. En 1905 se retiró, al promulgarse la ley orgánica de la Armada
Colaboración desinteresada del señor Jorge H. Suárez, con quien me gustaría polemizar en ciertos aspectos pero que no puedo hacerlo porque ignoro su dirección. El alférez Beascochea finaliza rá su alegato de tres horas señalando: “Excelentísimos señores del Consejo: he llegado al término de mi tarea, he demostrado que los cargos acumulados por el Fiscal son todos infundados. He probado que el comandante Funes no es culpable; he dejado en evidencia que antes, durante y después del desastre, la co nducta observada por mi defendido era la que correspondía a un oficial de honor. Nada me queda pues, que demostrar…”. A continuación pidió la absolución de culpa y cargo del acusado.
De esa época lo recuerda el capitán mercante Alfredo Maranesi: vivía en Belgrano, en la calle Obligado cerca de Monroe. Retirado de la marino se dedicó a negocios inmobiliarios. Funes era un hombre profundamente melancólico, algo adicto a la bebida, que se consolaba con la guitarra, del cual era un concertista nada despreciable. Años después se fue a vivir a una casa de Villa Crespo, situada en Tucumán 3764 acompañado de sus únicos amigos:
su esposa María Luisa y su hijita María Rosario.
En esa misma casa falleció el 26 de marzo de 1926, a los 56 años de edad. Es decir, 24 años después de la tragedia, 24 años que vivió silencioso, taciturno, como sabiendo que la vida ya no le daría ninguna oportunidad. De los demás oficiales, salvo Julián Irizar, ninguno pudo destacarse en su carrera. El segundo comandante Victorica llegó a capitán de navío y falleció en 1929, a los 63 años. Pedro Mohorade pidió la baja inmediatamente después del juicio y se recibió de abogado; Jorge Goulú llegó a capitán de navío y falleció en 1929, a los 57 años; Carlos González también llegó a capitán de navío y falleció en 1945 a los 77 años; Florencio Donovan llegó a capitán de fragata y falleció a los 44 años, y León Gaudín también llegó al mismo grado que el anterior.
Julián Irizar -aquel que fuera colocado en la noche del naufragio por Funes en la segunda lancha para defenderla- hizo una carrera brillante y su hazaña de recatar a Nordenskjold en la Antártica ha pasado como una de las páginas legendarias de nuestra marina.
Cuando falleció Funes, algo que otro diario publicó dos o tres líneas sobre la vida.
Luego el silencio envolvió para siempre su figura. Nadie más se acordó de él. Hasta que 24 años después un pequeño aviso en la página de fúnebres de un matutino anunciaba lo siguiente: “Panteón Naval – Se emplaza a los deudos del capitán de fragata Leopoldo Funes a retirar sus restos antes del 31 de octubre de 1940 si no serán cremados y sus cenizas guardadas en una urna del mencionado panteón”.
Ese fue el último rastro dejado por el recuerdo de un hombre sin suerte, a quien la vida lo obligó a jugarse, pero no le tenía reservado un lugar entre los héroes. En cambio al almirante De Solier -el jefe de la escuadra que dejó librada a la “Rosales” a su suerte- se le recuerda hoy con el nombre de una hermosa calle que en Nuñez conduce al estado de Ríver Plate. Diferencia de destinos, diferencia de suerte.
LEOPOLDO FUNES:
Leopoldo Funes: 22 años
Nacido el 27 de setiembre de 1859.
Egresado de la Promoción 2 de la Escuela Naval (01-07-1879). Medalla por las campañas
de la Patagonia y el Río Negro.
Fue el primer y único Comandante de la torpedera Rosales; a la que trajo al país en 1891.
Este buque se hundió en trágicas circunstancias el 9 de julio de 1892 a la altura del cabo
Polonio (ROU), en viaje a Europa para participar de los festejos del cuarto centenario
del descubrimiento de América.
Se retiró como capitán de fragata el 29 de noviembre de 1905; falleció el 28 de marzo
de 1916, fue vicepresidente 1º del Centro Naval en 1887/88 como teniente de fragata.
| |
No hay comentarios:
Publicar un comentario